Las familias rurales ante las transformaciones socioeconómicas recientes

Las transformaciones que han afectado la vida rural en
los últimos lustros han llevado a la adaptación de las estrategias
familiares de sobrevivencia y de organización económica y social
en el campo. Particularmente, se analiza aquí la forma en que
estas transformaciones afectan a la mujer rural.

Paloma Bonfil Sánchez

Para entender las situaciones y dinámicas en que se debaten las familias rurales de nuestro país actualmente, habría que hacer una breve panorámica de los procesos de transformación que se han venido dando en el medio rural, tanto en términos de la orientación de los patrones de producción como en las condiciones agrarias y en las relaciones sociales a todos los niveles, pues son estos procesos los que han marcado las distintas estrategias de organización para la supervivencia y la reproducción de los grupos sociales en el campo mexicano.

En este ensayo, intentaré dar una visión general de estos cambios, enmarcándolos más adelante dentro de dos dinámicas específicas a partir de un actor social determinado: las mujeres dentro de las familias rurales frente al acceso a la tierra y ante los diversos procesos migratorios que tan agudamente marcan hoy las relaciones sociales del campo.

Viejas y nuevas crisis en el medio rural

En la última década, el agro mexicano ha experimentado agudos procesos de modernización inducidos desde la lógica de un mercado libre y abierto a la competencia. Dentro de condiciones determinadas por una estructura agraria básicamente minifundista y altamente dirigida a la producción de autosubsistencia o para el abasto interno (17% de la superficie nacional se destina a la agricultura, 83% en sistema de temporal y 17% en sistema de riego; 63% de los campos temporaleros tienen condiciones "francamente malas para la agricultura y regulares para las actividades pecuarias"),1 esto ha implicado un fuerte golpe a las tradicionales formas de organización y producción de las unidades domésticas campesinas, así como a sus de por sí raquíticos niveles de bienestar, lo que ha influido en el alarmante crecimiento de la pobreza en el campo.

Las políticas de desarrollo que han privilegiado al sector industrial sobre el agrícola desde hace ya varias décadas, y que se han expresado en la reducción progresiva y proporcional de la inversión pública en el campo, en la apertura a las importaciones de básicos, en la cancelación del reparto agrario, en el adelgazamiento de los esquemas de financiamiento, entre otros elementos, han conformado un panorama de profundas carencias y fuertes conflictos sociales en la población rural (22 881 740 personas, en localidades de menos de 2 500 habitantes, según el xi Censo del INEGI).

El agro mexicano puede dividirse en dos grandes sectores centrales: aquel conformado por los productores de subsistencia y el que produce principalmente para el mercado, tanto interno como de exportación. De la población rural total, 27% conforma la población económicamente activa (pea), de la cual 56% se ubica a su vez en el sector ejidal y comunal (3 400 000 personas), mientras 41% son pequeños propietarios (2 500 000 personas). La distribución territorial de estos espacios productivos también ha supuesto un problema para el desenvolvimiento eficiente de los modelos de desarrollo impulsados en los últimos años: 57.9% de las parcelas productivas en uso tienen una superficie menor a las cinco hectáreas, en tanto que los predios mayores de 100 hectáreas sólo conforman 2.5% de la propiedad nacional.2

La destrucción de los sistemas productivos locales, basados en el autoabasto y en relaciones de intercambio microrregional que son los que priman en las zonas temporaleras más aisladas y pobres —casi todas las regiones indígenas podrían ubicarse en esta categoría—, en aras de una eficiencia mercantil, ha impactado negativamente en las condiciones de vida de la población rural, afectando en particular a jornaleros, migrantes, campesinos sin acceso directo a la tierra y población indígena en general. La población rural presenta actualmente graves problemas de desnutrición, saneamiento, escolaridad y servicios de todo tipo, que permiten identificar las zonas campesinas como zonas de pobreza y pobreza extrema sin aparente salida dentro del actual modelo económico.

La sustitución de la producción alimentaria por cultivos comerciales para la industria y la ganadería ha implicado un desplazamiento de la producción de básicos, mismos que se suplen con importaciones. Esto, además de reducir la superficie trabajada dedicada a la satisfacción de las necesidades humanas, ha implicado una mayor dependencia de los ingresos para cubrir la demanda de alimentos de los hogares campesinos, en el contexto de una economía poco monetarizada y miserablemente retribuida, disminuyendo así aún más los niveles nutricionales y de bienestar de este sector.

Por otra parte, el mismo abandono de la agricultura alimentaria en favor de la agricultura comercial ha significado que las mismas actividades campesinas se tornen "no rentables", tanto desde la lógica económica del modelo de desarrollo imperante como desde la óptica de los propios productores y productoras campesinos. Es así como actualmente se observa un abandono de las labores agrícolas en pequeño —que, en muchos casos, han quedado a cargo de las mujeres para intentar abastecer a sus familias— y la búsqueda, como estrategia, de la colocación creciente de la fuerza de trabajo rural excedente en los mercados laborales de la agroindustria o urbanos. (En algunos estudios recientes se ha estimado que, actualmente, la población migrante campo-campo y campo-ciudad, itinerante o permanente, suma alrededor de seis millones de personas).

Los cambios que han llevado a este adelgazamiento de la presencia rural en las prioridades nacionales no se gestaron recientemente, más bien se han agudizado con las medidas que desde el Estado se han impulsado buscando el desarrollo industrial del país. En este largo proceso, han surgido también factores políticos que determinan el lugar de la población campesina en las relaciones de poder en todo el país. La visión del sistema campesino como elemento retardatorio del progreso, como resabio del pasado, productivamente ineficiente, ha significado también la imposición de modelos de organización y participación ante el Estado y ante la sociedad en general, que han determinado las dinámicas internas de las sociedades campesinas y el tipo de respuestas generadas para subsistir como sector y como clase. Es el caso de la obligada conformación de organizaciones con figura jurídica reconocida como un requisito para acceder a los recursos y servicios ofrecidos por el Estado; de la estructuración de comités comunitarios para atender diversos renglones del desarrollo comunitario y aun de ciertas organizaciones para la producción, cuya forma y modalidad quedan determinadas desde las políticas estatales y no a partir de las iniciativas locales y las necesidades específicas de productores y productoras (las sociedades de solidaridad social o los comités de solidaridad, por ejemplo).

Sistemas productivos familiares y estructura agraria

En estos esquemas macro, el papel y la situación de las unidades domésticas también han sufrido cambios importantes. Las sociedades rurales, indígenas y mestizas, se estructuran a partir de una organización fundamental: las unidades domésticas, conformadas por lazos familiares y de parentesco político y ritual, y concebidas para cubrir las necesidades productivas y reproductivas de sus integrantes. Las unidades domésticas campesinas, generalmente integradas en un hogar y que, en cierta medida, podrían considerarse familias, aunque no siempre dentro del esquema nuclear, funcionan a partir de la actividad complementaria de sus integrantes, en tareas distribuidas en razón del sexo y la edad de los individuos que las componen. Sólo dentro de esta lógica del trabajo complementario de todos puede entenderse la supervivencia de los sistemas campesinos, ajenos, por otra parte, de la racionalidad económica de la competencia, la eficiencia entendida como capitalización, el mercado y la monetarización.

Estas unidades no son homogéneas ni democráticas: distribuyen tareas, estatus y poder diferenciados entre sus miembros, principalmente a partir de diferencias de género y generacionales; no obstante, suponen también la creación de una serie de relaciones de reciprocidad que fundamentan la seguridad y pertenencia de sus integrantes, dan un lugar familiar y comunitario a las personas y constituyen así la base para las relaciones extrafamiliares y para una identidad social más amplia. De manera esquemática, podría decirse que una primera amplia división del trabajo y los espacios dentro de las unidades domésticas es la que separa lo productivo de lo reproductivo y, con ello, lo público y lo privado, asignados respectivamente a hombres y mujeres.

Aunque esta distinción es muy relativa, justo para el caso de estas unidades de producción y reproducción complementarias, en general el trabajo productivo, la jefatura de familia y la concentración del poder para la toma de decisiones recae en los varones —padres, esposos o hermanos e hijos mayores, al referirlos a su relación con las mujeres— quienes son, además, los que tradicionalmente se han involucrado en relaciones productivas monetarizadas. Dentro de este esquema, a las mujeres les ha sido dado cumplir con las funciones reproductivas, es decir, principalmente con el cuidado y crianza de los hijos, con la atención del hogar, la elaboración de alimentos y la suplencia de servicios públicos inexistentes o escasos (combustible o agua, por ejemplo), y con una serie de actividades "complementarias" como el pastoreo, el cultivo de traspatio, la crianza de animales domésticos, la elaboración de artículos para uso familiar (ropa, por ejemplo), la procuración de ingresos adicionales a través de la venta de productos artesanales o servicios, el comercio en pequeño, etcétera. En este sentido, las mujeres ocupan los espacios privados, no monetarizados y no valorados de la economía y la representación campesinas. Lo anterior es aplicable tanto a las relaciones con el exterior de las comunidades rurales —mestizas e indígenas indistintamente— como a las relaciones de poder y decisión al interior de las unidades domésticas y de las comunidades. Es decir, las estructuras de seguridad y pertenencia formadas alrededor de las unidades domésticas constituyen también canales a través de los cuales se reproduce la condición subordinada de las mujeres rurales: en su familia, en la comunidad y ante la sociedad en general y las políticas y dependencias del Estado.

Las familias rurales vinculadas a las actividades agrícolas, que son de las que me ocupo en esta ocasión —pues actualmente existen también amplias capas de la población en el medio rural no directamente vinculadas a la tierra (comercio, maquila, agroindustria de transformación, artesanía, y servicios, por ejemplo)—, se constituyen, en su mayoría, por ejidatarios y comuneros minifundistas y pequeños propietarios. Su subsistencia se basa en la producción de básicos para el autoconsumo y, en menor proporción, en la producción de frutales y hortalizas y la producción pecuaria.

Frente a los prolongados procesos de descapitalización y desvalorización del campo, la tierra comenzó a adquirir, poco a poco, un valor comercial más o menos depreciado según las distintas circunstancias. Sin embargo, con las actuales tendencias hacia una economía liberada a las fuerzas del mercado, cristalizada en las reformas al artículo 27 constitucional —que si bien eleva a rango constitucional las propiedades ejidal y comunal, también sanciona legalmente la propiedad individual de las parcelas—, la tierra aparece como un medio de producción potencialmente conflictivo, aun al interior de las familias y unidades domésticas rurales.

Tradicionalmente, la organización productiva y social de las unidades domésticas campesinas ha girado alrededor de la tierra. en la medida en que todos los integrantes de la unidad participan económicamente en las actividades del pequeño grupo, todos han tenido garantizado también el acceso directo o indirecto a la tierra, su usufructo y sus beneficios; este sistema había sido reconocido legalmente a través del ejido y la tenencia comunal. La posibilidad de una titulación/adjudicación individual de los derechos sobre la parcela, en situación de crisis en el agro, de monetarización creciente de la economía campesina y de presiones sobre los recursos rurales, agudiza la situación y condición diferenciada de los miembros de una unidad doméstica y distingue con mayor profundidad sus desiguales posibilidades de acceder a la tierra.3 

Las modificaciones al artículo 27 constitucional facilitan legalmente el tránsito a una economía de mercado en el medio rural y, por tanto, impactan a todos los actores productivos. Desde la perspectiva de una política general, se considera, como se consideró antes, productores a los detentadores de los títulos parcelarios, a los jefes de familia y a los actores visibles en los renglones públicos y monetarizados de la producción, es decir, a los varones. Ante la posibilidad de un cambio tan importante como la enajenación de la tierra, la condición subordinada de las mujeres se agrava aún más al perderse los mecanismos de seguridad familiar y colectiva que habían sido incluso protegidos por la Ley. Entre los cambios introducidos que más afectan a las mujeres vinculadas directamente a la tierra —entre las cuales, por cierto, habría que distinguir a las ejidatarias reconocidas o derechohabientes (por dotación o por herencia), a las comuneras y a las mujeres con acceso indirecto a una parcela [a través de las unidades agrícolas e industriales para la mujer]— se cuentan:

• la cancelación de la protección de la propiedad agraria como patrimonio familiar;
• la conclusión de la dotación de tierras, incluso para las unidades agrícolas industriales de la mujer, en la medida en que el término del reparto agrario también opera para ellas y, en todo caso, depende de la fuerza que la organización de mujeres tenga al interior de la asamblea en cada ejido, pues ya no hay obligatoriedad de dotarlas con parcela;
• la posibilidad de transmisión de los derechos parcelarios a personas ajenas a la familia y al ejido;
• la introducción del derecho individual para decidir sobre el futuro de la parcela, en la medida en que la tierra puede pasar a ser un medio de producción de derecho individual y dejar de ser patrimonio familiar;
• la eliminación de la obligatoriedad de manutención económica a la mujer e hijos menores de 16 años que, en cierta forma, obligaba al jefe de familia a conservar la parcela;
• la potestad de la asamblea para decidir si otorga terreno a las unidades agrícolas industriales de la mujer y bajo qué condiciones lo hace, y
• la potestad de la asamblea para decidir si instala servicios en apoyo a las mujeres campesinas.

Estas medidas, decididas sin considerar la situación diferencial de las mujeres y los hombres dentro de la familia ni la condición productiva de la población femenina, suponen un potencial núcleo de conflictos intrafamiliares. Existen ya diversos registros que dan cuenta del desconcierto e indignación de las mujeres cuando se dan cuenta de la vulnerabilidad en que han quedado.4  La experiencia recogida hasta ahora muestra que la participación de las mujeres en las asambleas ejidales y comunales, aunque variable en fuerza, presencia e incidencia, siempre aparece en desventaja relativa frente a las decisiones y peso masculinos. Así, los cambios introducidos al artículo 27 constitucional agudizan estas desventajas y dejan a las mujeres campesinas sin un marco legal de protección que garantice su acceso a las parcelas. "El tipo de parcelas con destino específico más frecuente en los ejidos certificados es la escolar y le siguen las que se identifican a favor del ejido, mientras que la parcela de la mujer y la destinada a los jóvenes es muy escasa."5 Esta misma fuente señala que los hombres representan más de 70% de los propietarios en los tres grupos de sujetos agrarios (ejidatarios, posesionarios y avecindados) y que las mujeres con derechos son, en su mayoría, mayores de 50 años.

La introducción de medidas que individualizan y comercializan los tradicionales sistemas productivos campesinos, desconociendo el doble papel (reproductivo y productivo) de la mitad de sus integrantes, constituye una medida de desprotección directa a las mujeres y familias rurales al establecer barreras adicionales para su acceso a la tierra y, con ella, a otros medios de producción (el crédito, la asistencia técnica, la capacitación y la infraestructura para la transformación y la comercialización de los productos). Así, a la de por sí desventajosa situación de las mujeres como productoras (su poca experiencia organizativa, su limitado potencial económico determinado, no sólo por los renglones productivos en que se concentran, sino también por su situación subordinada en los espacios públicos y valorados de la economía, su limitada experiencia con las fuentes de crédito comercial) se suma una mayor dependencia de las decisiones de los varones como avales de sus actividades y gestiones. Las limitaciones ideológico-culturales que enfrentan las mujeres rurales para desempeñarse en términos de productoras y como agentes políticos en el medio rural han sido reforzadas por los cambios constitucionales.

Algunos estudios proyectan estos efectos a otros renglones de la vida individual, familiar y comunitaria de la población femenina rural: "se percibe que hay una estimulación indirecta a una mayor fecundidad de las mujeres por parte de las instituciones que (...) asignan preferencialmente la tierra a mujeres con buena capacidad de trabajo familiar o número de hijos. Con [esto] se recarga aún más a las mujeres en sus responsabilidades reproductivas, restringiéndose así sus posibilidades de trabajo productivo".6 

Por lo que respecta a las mujeres, las consecuencias previsibles a partir de las reformas constitucionales al artículo 27 ponen de relieve la necesidad de una legislación explícita en favor de la población femenina pues, en caso contrario, la fuerza de la costumbre y las determinaciones culturales seguirán actuando por su marginación, con el consecuente conflicto social, político y económico tanto para la reproducción de las familias campesinas como para el desempeño productivo del sector en su conjunto. Así, las reformas constitucionales al artículo 27 afectan las condiciones de vida y bienestar de los núcleos familiares en términos básicamente negativos, ahondando la brecha de desigualdad que existe entre los niveles de vida de la población nacional en general y de las poblaciones campesinas.

Estrategias de sobrevivencia de la familia rural

Estas modificaciones, y en general las políticas dirigidas al campo, han desconocido no sólo el papel de la producción familiar a través de las unidades domésticas, sino, muy particularmente, la función y condición de las mujeres dentro de la economía y las sociedades rurales, y han impactado de tal manera las dinámicas de reproducción de los núcleos campesinos, que éstos han debido desarrollar una serie de estrategias para asegurar su supervivencia.

Una de estas estrategias ha sido la diversificación ocupacional que ha supuesto la modificación de la división sexual y generacional del trabajo dentro de las unidades domésticas. Así, además de la incorporación del trabajo infantil, destaca la participación creciente de las mujeres rurales en actividades remuneradas, tanto en el sector agroindustrial y la maquila como en la venta de servicios. De acuerdo con investigaciones recientes, son los hogares rurales más pobres los que tienen a más mujeres trabajando por dinero. De este modo, las necesidades internas de la familia se combinan con una creciente demanda de fuerza de trabajo femenina en algunos sectores económicos en expansión, como la agroindustria de exportación y la agricultura comercial, los parques industriales ubicados en el medio rural o la industria maquiladora a domicilio y en talleres.7 

Los cambios hasta aquí reseñados y las estrategias desarrolladas por las familias rurales para asegurar su reproducción han implicado, entre otros elementos de gran importancia, una dilución de las fronteras entre lo urbano y lo rural, tanto en términos geográficos como en términos de la distinción de actividades productivas, de patrones culturales y de dinámicas sociales. Uno de los factores que más ha funcionado como "puente" en este proceso ha sido la migración.

Los procesos de migración campo-campo no son recientes, pero se han agudizado ante los problemas de falta de acceso a la tierra y ante la poca rentabilidad de las actividades agrícolas. El jornalerismo constituye así, actualmente, un renglón de organización socioproductiva central en la economía rural, que por un lado vincula los procesos económicos de las regiones agrícolas comerciales desarrolladas del país con los de las regiones de agricultura de subsistencia y, por otro, genera dinámicas poblacionales sumamente complejas.

Para las familias rurales, el antiguo esquema de un padre migrante que se apoyaba en el trabajo familiar, sobre todo femenino, para salir y esperar hasta poder enviar remesas a su hogar, ya no es tan generalizado. De unos años para acá (una década aproximadamente), la migración femenina ha cobrado mayor importancia: no se trata ya sólo de las jóvenes solteras que tradicionalmente han salido para vender su fuerza de trabajo en el servicio doméstico hasta constituir sus propias familias, sino de mujeres y familias enteras que migran junto con los varones a las zonas de desarrollo agroindustrial.8  Esto ha implicado un crecimiento del trabajo femenino e infantil en la maquila y la reproducción de la vida familiar en un sistema itinerante, de particular desprotección laboral y fuera de los lazos de seguridad familiar ampliada y comunitaria.9 La cultura jornalera del campo supone, pues, una nueva modalidad de reproducción campesina no vinculada a la propiedad y al manejo de la tierra, aunque para muchas comunidades indígenas, son justamente los recursos así aportados los que permiten la reproducción cíclica de la secular cultura del maíz. En una investigación todavía en curso, David Barkin señala que las remesas aportadas a la producción milpera por los migrantes nacionales e internacionales bien podrían ser del orden de tres mil millones de dólares (ponencia presentada el 4 de noviembre de 1996).

Dentro de la migración campo-ciudad hay también nuevos patrones que determinan las dinámicas familiares rurales. Por una parte está el fenómeno de descampesinización, de los migrantes definitivos que se confunden en el medio urbano y pierden sus antecedentes rurales y campesinos. Pero están también las migraciones que conservan el vínculo con la tierra, la comunidad y la cultura campesinas. Ambas dinámicas han implicado cambios importantes en la composición y evolución de los sistemas familiares rurales, determinados en gran parte por la cada vez mayor migración femenina. La salida de las mujeres al trabajo remunerado en las ciudades ha traído transformaciones demográficas tan importantes como la posibilidad de retrasar el momento del matrimonio, decidir la pareja y, en algunos casos, todavía pocos, incorporar medidas de planificación familiar.

De acuerdo con estudios recientes tanto en México como en América Latina, la diferencia en los patrones de migración puede explicarse, en buena medida, a partir del acceso de las unidades familiares a los medios de producción y de la división del trabajo por sexo y edad dentro de esa unidad familiar. La posibilidad diferenciada de acceso a la tierra y otros medios de producción de propiedad familiar para los distintos integrantes del núcleo doméstico obliga a la búsqueda de futuros alternativos para cada uno de ellos, búsqueda, no obstante, enmarcada dentro de una lógica de reproducción familiar. Mientras las jóvenes permanezcan solteras, se considera una obligación su aporte de ingresos complementarios para el hogar paterno, este patrón no siempre aplicado a los varones jóvenes que se emplean en actividades remuneradas, especialmente si lo hacen fuera de la localidad de origen. La utilización variable de la fuerza de trabajo familiar al interior de las unidades domésticas conforma así una estrategia de supervivencia flexible marcada por los valores de género que la familia asume y reproduce. Siguiendo esta línea de análisis, el crecimiento de la migración femenina fuera de las comunidades rurales podría responder a la falta de acceso de las mujeres a los recursos productivos de sus familias y comunidades. A ello habría que oponer la aparición de un mercado de trabajo rural que, en muchos casos, ofrece más oportunidades a la fuerza de trabajo femenina que a la masculina, concretamente en los renglones de la agroindustria de hortalizas y flores, así como en la maquila rural domiciliaria.

Esto mismo ocurre en algunos sectores ocupacionales urbanos, de tal forma que es frecuente que las mujeres indígenas migrantes, por ejemplo, se inserten en actividades remuneradas, especialmente en el sector informal, mucho más fácilmente que sus compañeros, lo cual supone cambios en la división y valoración familiar de las actividades reproductivas. (entre los mazahuas de la ciudad de México ya es común ver a los varones ocupándose del cuidado de los hijos, mientras las mujeres salen a vender distintos artículos y productos, por ejemplo).

No obstante, la condición desprotegida de las mujeres trabajadoras de origen rural aparece como constante en contextos extracomunitarios, en los que se han perdido o debilitado los sistemas de apoyo colectivo y familiar y en los que no existen alternativas institucionalizadas de protección. Pese a la aparición de nuevos actores e identidades rural-urbanos, de organizaciones de migrantes para la defensa de sus derechos laborales, la protección de derechos humanos o la reproducción cultural, no existen políticas estatales suficientes como para garantizar niveles mínimos de bienestar a esta población desvinculada de la tierra como territorio, como medio de producción y como referente inmediato. Esta vulnerabilidad extrema agudiza las dificultades de las mujeres para cubrir sus funciones reproductivas y de procuración del bienestar de sus familias.

Conclusiones

En este panorama, ninguna de las transformaciones descritas se ha dado sin conflicto ni tensiones. Tampoco puede hablarse de efectos en un solo sentido: a la desprotección de las mujeres campesinas, habría que oponer el surgimiento de organizaciones femeninas cada vez más fuertes y significativas; a la necesidad de abandonar sus comunidades por falta de oportunidades, habría que oponer la apertura de nuevos espacios de participación y aun de desarrollo personal para las mujeres y las familias; a la generación de ingresos mediante el trabajo asalariado habría que oponer las condiciones de vida y la explotación del trabajo infantil, y a la inseguridad en la tenencia de la tierra, habría que oponer el fortalecimiento actual de los diversos movimientos e identidades rurales, indígenas y mestizos.

La complejidad en perpetuo movimiento que presentan las estrategias adoptadas por las familias rurales en transición requiere de análisis particulares, de la consideración de los múltiples elementos que determinan situaciones específicas y, en especial, del reconocimiento de la existencia de actores sociales diferenciados en los diversos niveles del medio rural: desde el interior de la familia y de la comunidad, hasta dentro de las organizaciones, las diversas regiones y las variadas ramas productivas.

La posibilidad de conocer y reconocer esta pluralidad permitirá recuperar la experiencia y la trayectoria de los distintos actores del medio rural y distinguir el lugar y la situación de las familias, así como las relaciones de poder, conflicto y cooperación a su interior, en un contexto de cambio constante.


Bibliografía

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Paloma Bonfil Sánchez es historiadora y se ha especializado en trabajo con mujeres indígenas. Colabora actualmente con el Grupo Interdisciplinario sobre Mujer, Trabajo y Pobreza (Gimtrap).
1 Banco Nacional de Comercio Exterior, vol. 40, núm. 9, septiembre de 1990, pp. 816-829, citado en Nùria Costa, 1995, p. 11.
2 Ibidem, p. 12.
3 Cfr. Rocío Esparza, Blanca Suárez y Paloma Bonfil, 1996.
4 Cfr. Verónica Vázquez, (en prensa).
5 Héctor Manuel Robles B., 1996, pp. 11-39.
6 Magdalena León et al., 1992, p. 55.
7 Soledad González Montes, 1994, pp. 179-214. Cfr., asimismo, Sara María Lara Flores (coordinadora), 1995.
8 Sara Ma. Lara Flores, op. cit., 1995, pp. 7-13.
9 Cfr. Documentos de trabajo del Programa de Jornaleros Agrícolas de la Secretaría de Desarrollo Social.