¿A dónde va la Huasteca?

La reflexión sobre la cuestión indígena,
dentro del complejo marco regional de la Huasteca,
puede extenderse a todo el país, y hace necesario
—según el autor— replantear las políticas
sociales dirigidas a los pueblos indígenas.

Agustín Ávila M.

El presente ensayo intenta esbozar las tendencias de cambio social que en el escenario huasteco involucran a los pueblos indígenas y su problemática de desarrollo. Se trata ante todo de una reflexión que se nutre de combinar la perspectiva académica y la experiencia operativa que durante las últimas dos décadas he podido alternar en la zona. De la óptica académica se apunta una bibliografía mínima. De la acción operativa vinculada a la implementación de planes y proyectos de desarrollo se desprenden una serie de experiencias que apuntan a una tesis central, a saber: el error reiterado por los agentes de promoción social, sean estos institucionales, religiosos o civiles, estriba en pensar que su tarea central es la de organizar a los indios, cuando en realidad, y como se pretende mostrar en el presente trabajo, si algo caracteriza a la organización social indígena es la eficiencia y alto grado de organización interna en la escala local o comunitaria. Es por ello que el resultado común de la acción externa (con sus mejores intenciones y venga de donde venga) es la duplicación, la sobreposición y el desgaste en el plano de la organización, lo cual típicamente se traduce en conflicto. En resumen, la ausencia de un conocimiento etnográfico mínimo por parte de los promotores del "desarrollo", base de una visión fragmentaria y en el mejor de los casos folklórica, es fuente de paternalismo que al acompa-ñarse de promociones exclusivas (cada cual con su figura asociativa y, sumado a esto, la figura de la administración y dependencia en turno) da lugar a una dispersión que para los pueblos indígenas implica confusión, duplicidad y desgaste innecesario.

En un segundo plano nos interesa empezar a discutir aquello que podría enmarcarse más allá de lo simplemente agrario, lo que se tendría que empezar a conceptualizar como el desarrollo indígena, el cual, como premisa de inicio, debe partir de un reconocimiento efectivo a la comunidad indígena como forma de gobierno.

El eje de la reflexión se sitúa en la caracterización de la costumbre comunitaria, en tanto forma de gobierno indígena vigente, con capacidad de vertebrar como actor principal la interlocución que desde la integralidad permitiría contar con una alta capacidad de resolución frente a los obstáculos que impiden un desarrollo cabal, en el nuevo marco de un reconocimiento a la pluralidad y la diversidad cultural en la que se asiente la nación.

En el primer apartado, sobre la región, población y el medio ambiente, observamos que la realidad se aleja cada vez más de esa visión idílica de una tierra pródiga, cuya riqueza es en realidad una frágil abundancia tropical; se busca, pues, contextualizar el escenario huasteco, ubicando la presencia indígena y atendiendo al mito de la gran riqueza atribuida a esta zona. El segundo apartado comprende la caracterización de lo que hemos llamado el agotamiento de un sistema agrario, donde se marcan problemas estructurales del desarrollo indígena, tocando la problemática de los cultivos más importantes.

Pero, como todo fenómeno, su comprensión más cabal requiere auxiliarse de la historia y ubicarse en su momento, de ahí que se atienda en el apartado tercero a la coyuntura de los años setenta, que marcó como etapa de estudio el presente y que sumada a los elementos anteriores nos presenta una comunidad indígena con un vigor insospechado para el observador común. El eje de exposición se nutre aquí de un repaso por los movimientos sociales y su papel en el desarrollo social y político de los actores individuales y colectivos.

Por último, trato de integrar los diversos elementos reseñados mediante la caracterización de la estructura de mando y gobierno en la comunidad, inserta en la problemática en la que aún se debaten numerosas comunidades indígenas de la región, a saber: la transición de la lucha por la tierra del mo-vimiento agrario e indígena a la lucha por la producción. Pero sobre todo in-teresa mostrar la existencia de mecanismos comunitarios que es necesario fortalecer y considerar centralmente en la formulación de cualquier propuesta de desarrollo para la región, entendiendo también que el momento es crítico y que debe ser acompañado del reconocimiento de derechos indígenas, de autonomía y del instrumental necesario para reconstruir instancias organizativas de valor inestimable.

I. Región, población y medio ambiente

Para ubicar la dinámica indígena y su presencia geográfica en la Huasteca, valga señalar en principio algunos datos que son reveladores, a los cuales podemos agregar la descripción básica de algunos procesos sociales que nos permitan aclarar el rostro de su población y su problemática; adicionalmente, valga vincular dichos procesos a la historia reciente regional y al desarrollo de sus fuerzas sociales, económicas y políticas, a fin de establecer un tablero que permita esclarecer las tendencias futuras del desarrollo en la región, es decir, responder a la pregunta ¿a dónde va la Huasteca?

La Huasteca es una vasta región, con fuerte presencia indígena, que abarca zonas de tres estados del país: Hidalgo, San Luis Potosí y Veracruz. La región geográfica se ubica dentro de una de las grandes cuencas de nuestro país, la Cuenca Baja del Río Pánuco, y comprende desde las estribaciones de la Sierra Madre Oriental hasta la planicie costera que se junta con el Mar del Golfo en la desembocadura de sus grandes ríos, como el Pánuco. Vegetación y clima propios del trópico húmedo y seco dan lugar a una vegetación de selva y sabana, donde se registran subregiones asociadas a la sierra alta, la sierra media y la planicie costera, cada vez más alteradas por la acción implacablemente depredadora del hombre, particularmente por la ganaderización extensiva y los megaproyectos, como la zona de riego de Pujal-Coy.

Sobre los habitantes de la Huasteca se debe señalar un primer dato medular, a saber, en la mayoría de sus municipios entre 50 y 90% de su población es indígena, particularmente en las subregiones de la sierra media y alta.1 Así tenemos que en los 10 municipios de la Huasteca hidalguense2 la población indígena náhuatl es en promedio mayor a 70%, mientras que en la Huasteca potosina, habitada por nahuas y huastecos o teenek, esta proporción, va de 50 a 90% en 123 de los 18 municipios de su porción huasteca. Por su parte, la Huasteca veracruzana comprende 44 municipios, región norte del estado, en 15 de los cuales prima una presencia multiétnica, en la que los indígenas representan entre 35 y 98% de la población total, según el municipio, y con la coexistencia de mestizos, nahuas, totonacos, huastecos, otomíes y tepehuas. La presencia multiétnica viene desde la época prehispánica, pero también es resultado de nuevos y recientes procesos de migración, luchas agrarias, colonización y de la creación de obras de infraestructura como los distritos de riego de Pujal-Coy, donde encontramos que en sus nuevos centros de población se registran hablantes de hasta ocho lenguas indígenas distintas. La notable presencia indígena en la región se convierte entonces en un dato y en un factor a considerar desde cualquier perspectiva, ya que implica lenguas, culturas, formas de organización social y un tipo de relación histórica de subordinación y exclusión por parte de la sociedad nacional.

----------Entran mapas----------

Ciertamente la Huasteca es, por lo común, asociada a la imagen mítica de la riqueza, a partir de la cual se dice que "si ahí una piedra se tira algo crece". La realidad dista mucho de esta imagen aún relatada por los huapangueros. Según lo reportan los especialistas del medio ambiente, la Huasteca se enfrenta hoy a la ruptura de su equilibrio ecológico. Está sujeta a un proceso de degradación irreversible, con la deforestación creciente de las partes serranas y la contaminación de las aguas en la mayoría de sus ríos. Todavía en 1959, los geógrafos escribían que "la sabana alterna con bosques silenciosos e imponentes, formados por árboles corpulentos" (Aldrete y Rivera, 1959), y la vegetación se podía calificar de selva alta perennifolia (Rzedowski, 1963). Pero en 1991 los ecólogos hacen una constatación aterradora: "la vegetación remanente consiste de árboles aislados, o fragmentos espaciados, sumamente alterados y sin una estructura generativa (...) y de hecho la selva tropical húmeda desapareció de la región por razones de perturbación antropogénica contemporánea" (Dirzo y Miranda, 1991).

La constatación anterior es relevante en tanto que las modificaciones del medio ambiente han afectado sensiblemente la base de reproducción social, económica y política de los campesinos de la región, en su gran mayoría indígenas, y por ello también han alterado las bases de su reproducción cultural.

II. El agotamiento de un sistema agrario

En esta región el esquema de desarrollo económico ha tocado los límites del agotamiento, pues al deterioro ecológico se deben sumar una serie de problemas que en conjunto han acarreado una descapitalización sin precedentes para la economía campesina y que se derivan de un proceso de globalización que parecería que no sólo no integra mecanismos de "modernización" o rein-serción tecnológica, sino que apunta a procesos de retroceso tecnológico y descapitalización que pone en alto riesgo la viabilidad futura de la economía campesina. Los efectos de la depauperización se expresan en severos problemas de desabasto y en un proceso de comercialización bajo el dominio omnipresente de coyotes y agiotistas. El agotamiento del modelo se articula en torno a los siguientes factores:

1. Un patrón de cultivos definido por la presencia de monocultivos como el del café, la caña para trapiches e ingenios, y los cítricos, lo cual genera una dependencia aguda de las fluctuaciones del mercado. 2. Niveles de rendimiento por debajo de los promedios nacionales en los cultivos comerciales de referencia. 3. Disminución en los rendimientos de los cultivos básicos, producto de la erosión y la falta de descanso para la tierra. 4. Precios de venta de los productos agrícolas que tienden a ser más bajos que los precios de producción, particularmente en producción de básicos, piloncillo y cítricos. 5. Dependencia del mercado exterior, donde se fijan los precios, en cultivos como el café, que hoy son más bajos. 6. Ciclo de cambios climáticos y fenómenos meteorológicos que en los últimos años han dejado a los productores sin cosechas completas y, con ello, a merced del agio. 7. Un mercado de trabajo crecientemente insuficiente para absorber a la mano de obra joven. 8. La tendencia a que la actividad agrícola se vuelva más una tarea de recolección que de cultivo. 9. Las unidades de producción, en su mayoría inferiores a las dos hectáreas, no aseguran ya ni un empleo pleno ni un ingreso suficiente para una familia. 10. Una creciente presión demográfica sobre la tierra que va de los 140 a los 250 habitantes por kilómetro cuadrado.

A todo ello hay que agregar un hecho constatado históricamente, a saber, que la región se puede caracterizar como de alta siniestralidad agropecuaria, por efecto de sequías, heladas, inundaciones o ciclones, pues en lo que va del siglo se ha registrado el paso de 101 ciclones por el área, y las heladas son recurrentes; baste recordar las más recientes, la de 1983 y la de 1989, cada una de las cuales perjudicó por un lapso de tres o cuatro años al cafeto. La última de estas heladas se combinó con la caída histórica de los precios del café a nivel internacional y con la desaparición del Instituto Mexicano del Café y de los precios de garantía, afectando alrededor de cincuenta mil cafe-ticultores indígenas que se calcula existen en la región.

La estructura del patrón de cultivos ha estado determinada por la apuesta a que el café o los cítricos eleven su precio gracias a caídas en la producción de Brasil o Florida, lo cual sólo ocurrió por un breve lapso, pues uno y otro han recuperado su capacidad productiva y se presume que hay sobreproducción mundial.

Más aún, la Huasteca es una región donde la infraestructura necesaria para incorporar valor agregado a la producción agrícola es prácticamente inexistente, sea por su ausencia —beneficios de café por ejemplo—, o por una estructura de intermediación adueñada plenamente de los procesos de comercialización. De ahí que se pueda estimar que muchos de los recursos que a través de la política social se entregan a los productores termina transfiriéndose al sistema de intermediación y usura, o bien a las agroindustrias que se ubican fuera de la región.

III. Los movimientos sociales y la estructura agraria

En la Huasteca la Revolución Mexicana no dio lugar a transformaciones significativas en la estructura agraria, ya que allí fue dirigida por rancheros y hacendados descontentos con el Porfiriato. Tampoco la reforma agraria posterior, ni aún la cardenista, tocó a las grandes propiedades de la región o atendió en magnitud significativa el reclamo de restitución de tierras a los pueblos.

Efectivamente, en la región se empiezan a vivir profundos cambios en la década de los setenta, cuando se articulan distintos procesos que dan lugar a una coyuntura que desata la movilización campesino-indígena, coyuntura que se puede descomponer y caracterizar con base en los siguientes factores:

1. Una estructura social y compleja cuyos actores ya no son exclusivamente propios de una estructura agraria tradicional dividida entre señores, propietarios, comerciantes y dueños del poder frente a la masa de los campesinos indígenas pertenecientes a las comunidades. 2. Un desarrollo urbano y agroindustrial que cobijó el surgimiento de nuevos grupos sociales urbanos y rurales, los que en ambos casos empezaron a disputar los poderes que tradicionalmente se habían mantenido en manos de dinastías pertenecientes a los grupos tradicionales de poder. Esa disputa se expresaba en el surgimiento de asociaciones, sindicatos, luchas electorales municipales, reclamos y acciones en ascenso por el reparto de tierras y una creciente masa de jornaleros que, sin espacios y opciones propias, principalmente ligados al corte de caña y trabajo en los potreros, representaban a un numeroso grupo que sólo requería de un liderazgo para movilizarse. 3. El desarrollo de un nuevo horizonte social para el conjunto de estos grupos, que les daba un nivel de conciencia sobre derechos y aspiraciones que en mucho respondía al acceso a otras formas educativas, a los medios masivos de difusión y a todo lo que como trabajadores agrícolas migrantes también aprendían en otras latitudes. Estos elementos erosionaron aislamiento e incomunicación, bases del poder y control tradicionales. 4. Una política de Estado cuyos proyectos y concepciones de desarrollo (irrigación, producción intensiva, organización de los productores rurales y créditos al sector social) encontraban serias resistencias en los poderes tradicionales, creó las bases para que de manera no declarada por convenio, pero sí asumida por conveniencia, se estableciera una alianza entre Estado y movimiento campesino en la región. Uno de los mecanismos de esta alianza se encontraba con seguridad en la percepción de los campesinos sobre la coyuntura favorable, a partir de los discursos oficiales, particularmente el discurso agrarista de la figura presidencial. 5. De gran relevancia en esta coyuntura fue el agotamiento de un equilibrio entre comunidades y rancheros, ganaderos y comerciantes que había permitido la coexistencia. Mientras que los campesinos desmontaban las selvas —y con ello obtenían su maíz—, esa tierra se incorporaba a la ganadería, estableciéndose una coexistencia funcional. Este esquema se empieza a modificar en la década de los setenta, cuando por la nueva rentabilidad que adquiere la ganadería regional, gracias a la apertura de nuevas vías de comunicación y de comercialización, la ganadería se expande a costa de la agricultura hasta cortar las posibilidades de reproducción de la economía campesina.

Hasta la década de los cincuenta se mantuvo estable una dinámica asimétrica de las relaciones entre indígenas y mestizos, en la cual los grupos mestizos que ejercían el poder seguían paulatinamente apropiándose de las tierras de las comunidades. El engaño, la violencia, el fraude, el aislamiento de las co-munidades indígenas, el monolingüismo, el analfabetismo, la desnutrición y el alcoholismo fueron ingredientes constantes de su coexistencia.

Esta crisis del modelo de coexistencia se vio adicionalmente agravada por la sucesiva presencia de fenómenos meteorológicos que representaron catástrofes naturales para la agricultura, donde por efecto de sequías y heladas subsecuentes se perdió lo poco que había y la crisis agrícola orilló a la acción desesperada.

En el marco de esta coyuntura, las huastecas se vieron sacudidas por movimientos campesinos que con frecuencia llamaron la atención nacional, ya que sus términos rebasaron los marcos del control que tradicionalmente ejercían los organismos corporativos del Estado, como las diversas centrales campesinas, las cuales tempranamente fueron rebasadas. Los distintos movimientos que se desarrollaron en esta región durante el periodo de referencia se aglutinaron en torno a organismos regionales y no partidarios, o bien organismos nacionales. En la Huasteca potosina destacaron las acciones y movilizaciones encabezadas por un movimiento llamado "Campamento Tierra y Libertad", mientras que en la Huasteca hidalguense el impulso inicial corrió por cuenta del Consejo Agrarista Mexicano y de la que fuera la comisión agraria, antecedente del Partido Mexicano de los Trabajadores. Sin embargo, la presencia de central y partido fue rebasada por los campesinos.

La dimensión del movimiento indígena por las tierras en la Huasteca hidal-guense se puede ubicar con sólo señalar que hoy en esta región 98% de la superficie total de nueve municipios se encuentra en manos de las comunidades indígenas, es decir, después de este movimiento no quedó un solo lindero en su sitio.

Para la Huasteca potosina el movimiento campesino permitió el reparto de algunas grandes propiedades (latifundios), la recuperación de tierras comunales y la entrega de tierras mediante la colonización de las zonas incorporadas al riego en la planicie costera.

Por otro lado, y como efecto de estos movimientos, la gente dejó de dividirse entre los de "razón" y los indios "cuitoles" o "compadritos". Asimismo, se fortaleció el derecho a nombrar a sus propias autoridades, acrecentando la autonomía comunitaria y sentando con ello las bases de un desarrollo propio o por lo menos más controlado por los mismos campesinos. En este sentido el movimiento indígena operó en términos de una revolución anticolonial.

De esta manera, la reforma agraria profunda y radical sucedió realmente en la década de los setenta y por influjo de un poderoso movimiento social. De este episodio debe anotarse un hecho al parecer hoy poco presente, a saber, que la vía de regularización de la tenencia de la tierra se estableció principalmente por los nuevos centros de población y ampliaciones de ejido, no obstante que la mayoría de éstos son comunidades que por este mecanismo quedaron bajo el estatus legal de ejidos, siendo en realidad comunidades. Ello se vino a sumar a la previa existencia de documentación que acredite a comunidades indígenas como ejidos y comunidades a la vez.

Este tipo de duplicidades, de no atenderse con cuidado, conocimiento y prudencia, sumados a la severa crisis de la economía campesina, puede dar lugar a procesos que deterioren la territorialidad indígena, como ya se ha observado en algunas comunidades.

IV. La comunidad indígena como forma de gobierno

Naturalmente, para explicarse un movimiento social de tal magnitud no basta con ubicar la ruptura de una coexistencia, la crisis agrícola y los otros e-lementos de la coyuntura que se han señalado, pues algo semejante ocurría en otras regiones del país. A nuestro parecer la clave explicativa se halla en la vitalidad y fortaleza de una comunidad indígena que involucró, organizó y disciplinó a todos sus miembros. De ahí que incluso la movilización se hiciera por la recuperación directa e histórica de tierras y que la demanda de reparto agrario no se redujera a un asunto de los solicitantes, pues para la comunidad era asunto del conjunto.

Ciertamente la comunidad indígena en esta región —y en muchas otras del país— ha conservado y recreado modelos de organización donde el interés colectivo constituye una matriz que se reproduce en todos los ámbitos del pensar y actuar de sus miembros, de la que surgen modelos de organización, mando, representación y acción recíproca.4

---------Entran organigramas y croquis----------

La costumbre indígena comunitaria se mantiene como estructura operativa eficiente a nivel de las comunidades, pero a los niveles regionales no existe una estructura representativa capaz de encauzar y articular programas regionales. A este nivel, el caso de los consejos supremos de cada una de las etnias ejemplifica lo anterior pues se trata de organismos artificiales creados desde arriba, por una voluntad institucional y no por la voluntad expresa y directa de los pueblos indígenas. A niveles microrregionales existe toda una variedad de organizaciones con una función de servicios a la producción, como son las uniones de ejidos y similares, pero que sólo atienden necesidades específicamente productivas.

La dinámica organizativa muestra que la estructura comunitaria se perfila como el agente o instrumento privilegiado para reconocerse como el interlocutor ineludible en cuanto instancia de representación y toma de decisiones de los pueblos indígenas, por ello es indispensable en la construcción de un camino para el desarrollo futuro se considere la participación activa de los protagonistas.

Contexto cultural y actores sociales se convierten entonces en factores indispensables y prioritarios de una estrategia que se presuma de real, efectiva y a la altura de los grandes retos a enfrentar. La participación plena de los pueblos indígenas en la definición de estrategias y acciones con apego a su costumbre comunitaria se convierte entonces en un elemento vital, cuya expresión clara atraviesa por el reconocimiento de derechos y el fortalecimiento de su autonomía, no sólo política sino también financiera, desde la cual se puede dar viabilidad a la sustentabilidad, al manejo del medio ambiente y a la reconstitución de la costumbre indígena comunitaria, que no es otra cosa que el restablecimiento de los propios pueblos indígenas, con todo aquello que de la costumbre pueda ser válido, pero con acceso a todos los ingredientes que para la vida cotidiana ofrece la modernidad y la tecnología. Es decir, reconstitución de la costumbre pero viendo al futuro.

La comunidad indígena contemporánea constituye el eje adecuado e indispensable para comprender y adentrarse en el movimiento indígena de esa región. Es al nivel de la comunidad donde se expresa más nítidamente eso que podemos llamar "lo étnico". Es por razones históricas una matriz que nos permite trascender el análisis simplemente agrario para encontrar las especificidades de una cultura y una concepción del mundo que alimenta tanto a la identidad como a la cohesión de los grupos indígenas.

La comunidad constituye una unidad territorial con espacios internamente delimitados y jerarquizados: barrios o secciones y anexos, parajes y sitios. La comunidad como tal se rige por una serie de principios de autogestión y un relativo igualitarismo que conlleva una forma muy específica de practicar la democracia.

La comunidad como estructura corporativa regida por el consenso tiende a regular en su interior todos los aspectos de la vida social, económica, cultural y religiosa. Esta regulación incluye los usos y distribución de la tierra, pues la comunidad la da y la quita con apego a ciertas reglas internas; por ejemplo, el que nadie pueda ocupar una parcela con trabajo invertido a menos que éste se pague, o bien, que la tierra haya sido abandonada. En casos de litigio, es la comunidad reunida en asamblea la que decide para quién es la tierra y los términos de la posesión.

Para esta tarea de regulación interna, finalmente de gobierno de la comunidad, opera un sistema de cargos y de reglas que rigen derechos y obligaciones de sus miembros, a los que corresponden mecanismos de coerción, como la misma expulsión; sistema de tomas de decisiones, jerarquías y formas de participación que difieren sensiblemente de los que operan en las comunidades agrarias no indígenas. Encontramos que en la comunidad indígena cuentan con derechos de voz y voto todos los miembros en activo, es decir, todos los que han rebasado un límite de edad, sin distinción de usufructo de la tierra, de sexo o condición social. Esta cuestión tiene numerosas e importantes implicaciones, pues por ejemplo mientras que en el ejido los problemas y los asuntos son sectorializados y con ello fragmentados, en la comunidad los a-suntos son competencia del conjunto. Ello se traducirá en que una reivindicación no es asunto exclusivo de un sector, sino asunto que involucra a la comunidad en su conjunto.

En la comunidad encontramos una distribución interna de cargos, jerarquías y funciones, que limitan la concentración personal del poder, al dotar a cada una de las instituciones internas de un espacio propio y relativamente autónomo, tanto en la esfera de la especificidad de actividades como en la to-ma de decisiones. De hecho, parecería existir una norma interna que apunta a definir que las decisiones trascendentales que involucran a la comunidad en su conjunto no se pueden tomar por una persona o un grupo de personas, sino por el conjunto de la comunidad, es decir, por las instancias de decisión propias que se basan en el consenso como una forma de democracia y como una forma de impedir la concentración del poder en pocas manos; como una forma, pues, adecuada a la conservación de un equilibrio interno de fuerzas. Como parte de este sistema de consenso-equilibrio, el sistema de cargos puede entenderse también no sólo como se ha visto desde el punto de vista religioso y de regulación económica, sino como un mecanismo político de prueba, formación y ascenso en la comunidad, donde los futuros dirigentes son capacitados y supervisados.

El consenso y las modalidades señaladas, donde destaca la solidaridad comu-nitaria, pueden pensarse o repensarse como otra de las líneas en las estrategias de resistencia y sobrevivencia de la comunidad indígena en nuestro país. En este sentido es que la existencia jurídica de la comunidad indígena y su forma de propiedad agraria constituye una conquista histórica de los pueblos indígenas frente a la nación, pues aunque para muchos las diferencias jurídicas entre el estatuto que rige el ejido y la comunidad son mínimas, formales o irrelevantes, en este caso me atrevo a afirmar que esas pequeñas diferencias se pueden hacer grandes y significativas como el marco que potencia prácticas políticas distintas. Disensiones no sólo en cuanto a la forma de organización interna, sino al marco jurídico de autonomía con relación a la estructura federal y centralizada que rige al país en su conjunto.

En las porciones hidalguense, potosina y veracruzana de la Huasteca, podemos encontrar aún comunidades que conservan todos estos elementos antes descritos. Es cierto, sin embargo, que existen diferentes grados de integración y operación basados en el modelo de estructura interna que he delineado.

La condición previa de los movimientos indígenas y el punto de arranque indispensable para que se desarrolle el proceso de revitalización étnica ha sido la recuperación por parte de la comunidad de su unidad y autonomía, y ello ha constituido un proceso en extremo complejo con múltiples variantes, modalidades y ritmos, pues esta recuperación atraviesa necesariamente por una lucha de conquista del manejo propio de sus instancias de autoridad, de su designación y de su funcionamiento en correspondencia con las normas internas de las comunidades.

Una vez conquistada o reconquistada la tierra, el movimiento social en esta región se vio, en la década de los ochenta, frente a los retos que representaba la transición de una lucha y acción que pasa de la demanda de tierras a la acción productiva. Como en muchas otras regiones, y respondiendo en gran medida a la política estatal y a la vertiente de apropiación productiva impulsada por las corrientes de izquierda de variable influencia en la región, se impulsaron un sinnúmero de figuras asociativas de nivel regional, en su mayoría uniones de ejidos, las cuales asumieron la interlocución con las instituciones de crédito y fomento agropecuario.5

Estas figuras asociativas respondían comúnmente en su promoción, constitución y estructura orgánica a la acción institucional, en ocasiones combinada con la acción de promotores y asesores de los movimientos u organismos políticos con incidencia en la región.

Sin embargo, esa estructura de organización no siempre se articuló con la costumbre indígena comunitaria en su conjunto y menos con las formas de operación y dinámicas de las comunidades, sino que más bien representó el Caballo de Troya que bajo la oferta de apoyo prometía créditos, recursos y asesoría técnica. Para las comunidades la oferta resultaba atractiva y necesaria ya que, salvo la recuperación de superficies para el cultivo de básicos (maíz y frijol), se había mostrado una gran dificultad para aprovechar superficies forestales, plantaciones y praderas, así como para enfrentar un mercado que les extraía una parte importante de excedente. Las comunidades tampoco contaban con la maquinaria, los vehículos y la infraestructura para aprovechar estos recursos, y lo más importante, tampoco contaban con la capacitación técnica necesaria para la producción de algo distinto a los cultivos básicos. El resultado de esto fueron potreros, plantaciones de cítricos y equipo agropecuario en práctico abandono.

El hecho de que las uniones de ejidos hayan adoptado una estructura orgánica sin correspondencia efectiva con las formas propias de la comunidad permitió que se desarrollara un proceso de burocratización de los directivos de estas organizaciones, en donde la falta de cuentas claras, controles sobre los transportes y la maquinaria y sobre los proyectos y las gestiones, ofrecieron el cobijo con el cual las dirigencias comúnmente se transformaron en cúpulas donde la corrupción, la ineficiencia y los conflictos internos se adueñaron del proceso de organización regional. Aquí también cabe la explicación de varias carteras vencidas.

Pero el movimiento y las distintas organizaciones presentes también enfrentan otro tipo de problemas y dificultades para lograr un cabal aprovechamiento de sus recursos e implementar procesos de organización capaces de luchar para retener el excedente económico que les corresponde como productores. Ello tiene que ver con la capacidad para implementar proyectos productivos eficientes que comprendan producción, abasto y comercialización, así como financiamiento y asesoría técnica y administrativa. Al respecto se debe señalar que en este campo los resultados no son aún claros y se puede mencionar la existencia de múltiples dificultades y obstáculos que se interponen al logro de autosuficiencia, generación de empleos, ingresos y ahorros, dando con ello lugar al deterioro de la economía de los productores; a partir de aquí se establece el punto de partida desde el cual los viejos poderes regresan por sus fueros y la restauración de su poder. En este sentido se empieza a registrar el nacimiento de nuevos monopolios para el almacenamiento y comercialización de productos agropecuarios e insumos, así como la reaparición del rentismo de tierras por parte de ganaderos.

El hecho concreto es que hoy el panorama se torna desolador, pues la mayoría de estos organismos regionales se convirtieron en organismos cupulares más asociados a la promoción electoral y la conquista personal de presidencias municipales, que a la defensa de los intereses de los derechos colectivos de sus asociados.

Del amplio espectro de organismos surgidos en este periodo, buena parte devinieron en membretes y cuevas de coyotes, y sólo han logrado sobrevivir como organismos auténticos aquellos donde la dinámica de la comunidad, en articulación con un proceso de capacitación administrativa, técnica y financiera, logró recuperar espacios para normar, en apego a la costumbre comunitaria, la acción del organismo regional.

La costumbre, como la llaman sus mismos actores, también se expresa en un elemento fundamental de toda estrategia, pues condensa la fuerza que da vida y sentido a la acción cotidiana, a saber, condensa un modelo de organización cuyas cualidades le hacen colocarse en el centro de una estrategia viable, pues la reciprocidad, la eficiencia, el consenso y el interés común norman y rigen esta estructura de organización. Entre sus méritos cuenta con algunos siglos de existencia, más la posibilidad de convertirse en un agente de cambio privilegiado como lo muestran numerosas experiencias comunitarias. Estas experiencias muestran que la corresponsabilidad, la participación activa y organizada, así como la transparencia en el manejo de recursos financieros, han sido, gracias a esa costumbre, elementos integrantes de las acciones y de los resultados satisfactorios en la resolución de sus propios problemas. Estos elementos son pues consustanciales a las formas de organización social indígena y, paradójicamente, prerrequisito de un proceso contemporáneo de modernización democrática.

La organización interna de las comunidades indígenas cuenta con instrumentos que por la ley de la costumbre regulan el comportamiento de sus miembros con apego a principios de justicia, consenso y responsabilidad en el marco del interés común. Es por ello que el ejercicio de la democracia constituye un componente esencial en la elección de sus autoridades o representantes y en lo que podríamos llamar sus formas de gobierno.

Como observación final no puede dejar de señalarse la paradoja de que las reformas constitucionales que establecen derechos y reconocimiento a los pueblos indígenas no se hayan expresado en cambios que determinen el reconocimiento institucional a las formas de organización indígena.

Efectivamente, en los estados que albergan porciones territoriales de la Huasteca indígena se han reformado sus respectivas constituciones en los términos de la adición al Artículo 4º constitucional, en la que se establece el reconocimiento a la composición pluricultural de la nación y de estas entidades, composición sustentada originalmente en sus pueblos indígenas, por lo cual, señala este Artículo, la Ley deberá proteger y promover el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos y costumbres, y formas de organización social.

A pesar, incluso, de que en las entidades de referencia existen programas que se suponen específicos para el desarrollo indígena, lo cierto es que el conjunto de instituciones asume la existencia indígena como una abstracción retórica.

En otras palabras, las reformas constitucionales no se han traducido en leyes secundarias y estatales. Así por ejemplo, las leyes orgánicas municipales mantienen aún normas que impiden a las comunidades la libre elección de sus representantes.

Por su parte cada dependencia de gobierno maneja y promueve la instalación al interior de las comunidades de sus figuras asociativas con normatividad específica que se superponen a las existentes.

Todo ello indica que mientras no exista un reconocimiento jurídico con relación al plano comunitario, y en los manuales de operación de las instituciones el reconocimiento de los derechos y la participación indígenas, quedará en realidad en el plano de la demagogia.


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Stresser-Pean, G., "Problèmes agraires de la huastèque ou región de Tampico", en Les problemes agraires des Ameriques Latines, Colloque international du CNRS, México, 1967.


Agustín Ávila es investigador en la División de Asuntos Indígenas y Rurales en el Instituto Nacional de Solidaridad (Insol) y Secretario de Organización del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales.

1 Las referencias estadísticas sobre la población indígena en este trabajo son formuladas con base en los datos proporcionados por: Los indicadores socioeconómicos de los pueblos indígenas, INI, México, 1993.

2 San Felipe Orizatlán, Jaltocan, Atlapexco, Yahualica, Huejutla, Huautla, Xochiatipan, Huazalingo, Lolotla y Calnali.

3 Aquismón, Tancahuitz de Santos, Coxcatlán, Huehuetlán, San Antonio, San Martín Chalchicuatla, Tamazunchale, Tampacán, Tampamolón, Tanlajás, Axtla, Xilitla.

4 Este trabajo atiende básicamente los procesos de las porciones potosina e hidalguense, no obstante se puede señalar que en su matriz básica guarda numerosos elementos en común con las regiones indígenas de la porción huasteca de Veracruz.

5 Agustín Ávila, en Jorge Zepeda Patterson (comp.), 1988.