Las consecuencias ecológicas de la Ley Agraria de 1992  

La apropiación de la naturaleza y las formas
de tenencia de la tierra están directamente relacionadas.
A la luz del actual marco legal agrario y más allá
de la mera teoría, el autor analiza las causas
y efectos de este binomio.

Víctor M. Toledo

La modernización rural: una perspectiva ecológica

La historia de la humanidad puede visualizarse desde una perspectiva agroecológica (Merchante, 1987; Worster, 1991). Los enfoques ambientales intentan comprender la historia no sólo como cambios en las configuraciones sociales, sino también como transformaciones de las relaciones entre las sociedades y la naturaleza. Si bien es posible distinguir un complejo dispositivo de configuraciones sociales en el largo periodo que abarca la historia humana (expresada bajo la forma de civilizaciones, modos de producción, estados civilizatorios, etc.), no se pueden distinguir durante todo el tiempo de la humanidad sino cuatro formas diferentes de uso de los recursos (Gagdil y Guha, 1993) o tres modos de apropiación de la naturaleza (Toledo, 1995a).

En el mundo contemporáneo es posible diferenciar, más allá de las discusiones teóricas, dos modos principales de apropiación de la naturaleza: el modo campesino, agrario, preindustrial, y el modo agroindustrial, "moderno" u occidental. Mientras que el primero se originó hace 10 000 años, cuando los seres humanos aprendieron a cultivar plantas y domesticar animales, el segundo apareció hace alrededor de doscientos años, durante las revoluciones industrial y científica. Un conjunto de nueve características fundamentales pueden considerarse como atributos contrastantes entre estas dos formas básicas de apropiación de la naturaleza (ver cuadro 1); de entre ellas, los rasgos relativos a la energía (solar versus fósil); productividad (ecológica versus trabajo), y escala de producción (pequeña versus mediana y grande) son centrales.

entra cuadro 1 Los campesinos han sido históricamente un obstáculo para la implantación del modelo civilizatorio occidental tanto en su versión capitalista como en la socialista. De hecho, la destrucción del campesinado ha sido un objetivo central en los procesos de modernización de la vida rural en Europa, Japón, Norteamérica y la antigua Unión Soviética. Por esta razón, dicha modernización rural ha sido un proceso compulsivo de sustitución de las unidades productivas campesinas, a pequeña escala, que utilizan energía solar, por propiedades empresariales o colectivas, a gran escala y dependientes del combustible fósil. Este fenómeno puede ser certificado por las estadísticas sobre la cantidad de gente dedicada a las actividades agrícolas en cada país. Conforme se introdujo la agricultura a gran escala en los espacios rurales dominados por campesinos, el número de productores se redujo progresivamente. En consecuencia, mientras la población agrícola en 1990 constituía 13% del total de la antigua URSS, 9% en Europa fuera de la URSS, 3% en los Estados Unidos y 2% en Canadá; este porcentaje alcanzaba 68% en China, 63% en África, 53% en Asia, fuera de China, y cerca de 30% en América Latina (ver cuadro 2 y gráficas 1, 2 y 3).

entra gráfica 1 La producción rural o primaria, que incluye agricultura, ganadería, pesca y silvicultura, es la principal actividad humana sobre la Tierra y la de mayor influencia sobre el medio ambiente de nuestro planeta. Cerca de la mitad de los habitantes del mundo son agricultores (ver gráfica 1) y de 60 a 80% de estos son campesinos todavía (ver cuadro 2). Las áreas del mundo en donde existe una clara predominancia campesina corresponden sobre todo a los países del Tercer Mundo. Por el contrario, la mayoría de las naciones industrializadas del Norte presentan sus entornos rurales dominados por unidades modernas o agroindustriales.

Un creciente cuerpo de nuevas evidencias muestra que una causa fundamental de la actual crisis ecológica de escala planetaria ha sido la inexorable sustitución del modo campesino de apropiación de la naturaleza por una nueva forma industrializada, lo que genera un efecto cualitativamente nuevo en el ecosistema global. Dicho efecto es el resultado de impactos locales y regionales mezclados, que incluyen la transformación de la tierra; la modificación de los ciclos biogeoquímicos y del clima; la reducción de la biodiversidad; la sobreexplotación del suelo, el agua y la energía; la destrucción del hábitat y la contaminación por fertilizantes químicos y pesticidas.

entra gráfica 2 Por otra parte, la reciente investigación agroecológica y etnoecológica demuestra la existencia de una cierta racionalidad ecológica en las prácticas de los productores identificados aquí como pertenecientes al modo campesino (Altieri y Hetch, 1990; Toledo, 1990). Como consecuencia, los campesinos parecen haber jugado un papel estratégico a lo largo de la historia al amortiguar los efectos del manejo humano de la naturaleza al tiempo que viven (y padecen) diferentes formas de explotación social (Toledo, 1995a).

entra gráfica 3 Siguiendo los supuestos anteriores, la modernización rural, que sustituye al campesinado con formas industriales de uso de los recursos naturales, constituye un proceso que suele traducirse en sistemas de producción no sustentables. Por lo tanto, un objetivo central en los países del Tercer Mundo debería ser la modernización del modo campesino de apropiación de la naturaleza sin producir calamidades ecológicas.

Los productores (o las unidades de producción) desarrollan sus actividades de apropiación de la naturaleza inmersos en este contexto general de modernización rural. El sistema de tenencia funciona como "escudo" en el sentido que proporciona la superestructura dentro de la cual se desarrollan y operan dichas actividades (Alcorn y Toledo, 1995a). Así, los sistemas de derechos de propiedad proporcionan la estructura básica de la que surgen las oportunidades y vías para la extracción y la protección de los recursos naturales.

entra cuadro 2 Los cambios al Artículo 27 y la nueva Ley Agraria México ha experimentado una mezcla de derechos de propiedad privada individual y otros basados en la propiedad colectiva. La modernización rural ha operado durante décadas dentro de este sistema de tenencia de la tierra. Sin embargo, los recientes cambios promovidos por la nueva Ley Agraria parecen poner fin a esta situación.

Lo antes dicho indica que ha aparecido una nueva e insalvable contradicción entre el antiguo sistema de tenencia de la tierra y el proceso de modernización. El proceso de distribución de tierras en el México moderno se inició en este siglo (véase una revisión en Sanderson, 1984). De hecho, los orígenes de la reforma agraria en México deben rastrearse hasta el Artículo 27 de la Constitución de 1917, promulgada bajo los auspicios de la Revolución Mexicana, que a su vez constituyó un costoso proceso social en el que murió un millón de personas.

Previo a la reforma a la tenencia de la tierra de 1917, la situación en el campo mexicano constituía un enorme monumento a la desigualdad rural. Después de las reformas liberales de 1857 y durante el Porfiriato, las comunidades indígenas fueron despojadas de 90% de sus tierras. En 1910, 97% de la tierra estaba en manos de rancheros y hacendados; 2% se designaba como "pequeñas propiedades" y el 1% restante pertenecía a los pueblos y comunidades indígenas (Otero, 1989).

Por consiguiente, la Revolución Mexicana condujo a una de las más extensas reformas agrarias del mundo; y como una consecuencia, tras ocho décadas, las propiedades campesinas a pequeña escala representaban, en 1991 dos tercios del total de las unidades de producción rural, cubriendo 60% del territorio mexicano (103 millones de hectáreas) (ver cuadro 3).

En 1992 el Congreso aprobó cambios drásticos al Artículo 27 de la Constitución, clausurando así más de 70 años de compromiso oficial con el sector campesino (e indígena). Estas reformas fueron una adaptación legal de la Ley Agraria a los nuevos tiempos de integración geopolítica y económica con Norteamérica (a través del TLC y de otros mecanismos) promovidos por la administración de Salinas de Gortari.

entra cuadro3 Más allá del discurso oficial, la reforma de 1992 tuvo dos objetivos principales:

1. Socavar al sector social formado por ejidos (y comunidades indígenas) al permitir que sus propiedades entrasen al mercado de tierras.

2. Alentar las propiedades privadas ampliando los límites en el tamaño de las propiedades y creando un nuevo tipo de propietario, las sociedades mercantiles privadas.

Como se favoreció la flexibilidad en el tamaño de las parcelas individuales, las sociedades mercantiles quedaron en posibilidad de poseer hasta 25 veces el límite individual. En consecuencia, el flujo de tierras tiene ahora una dirección diferente: del sector social al privado.

Además, la reforma de 1992 concluyó el reparto agrario, aun cuando la población sin tierras actualmente es mayor que la que existía en el momento del estallido de la revolución campesina de 1910. De hecho, de acuerdo con el último censo nacional, en 1991, 500 000 unidades familiares rurales fueron registradas como sin propiedad de tierra —esto es, alrededor de tres millones de personas—. Adicionalmente, existe una multitud de conflictos legales en relación con la tierra, 8 000 casos estimados para 1992.

Las siguientes tres secciones se dedican a evaluar el impacto ecológico potencial de estos cambios legales usando como marco conceptual las suposiciones teóricas desarrolladas en la sección anterior. Este desarrollo se traza sobre tres ejes principales: el primero es filosófico y jurídico; el segundo cultural y el tercero, productivo.

La filosofía ecológica del Artículo 27

Si bien el manejo sustentable de recursos no era el objetivo de la legislación mexicana sobre la reforma agraria decretada hace unos 80 años, la Constitución estableció un marco jurídico que es notoriamente similar a las tesis de la nueva filosofía ambiental de las décadas anteriores. En este sentido, la Constitución mexicana de 1917 era una legislación avanzada, no sólo desde un punto de vista social (Córdova, 1984) sino, curiosamente, también desde una perspectiva ecológica.

De hecho, la característica central del Artículo 27 original es que declaraba que toda la tierra era propiedad de la Nación. Ésta, a su vez, tenía el derecho de transferir la tierra a individuos y de constituir tanto propiedades privadas como propiedades basadas en la comunidad. Así, de acuerdo con el citado Artículo 27, la Nación es la comunidad original, en tiempo y concepto, dentro de la cual toman forma los derechos individuales y de comunidad. En otras palabras, la Constitución mexicana de 1917 consideraba que las relaciones de propiedad debían ser definidas socialmente; la tierra, el agua, los minerales, el petróleo y otros materiales del subsuelo constituían recursos nacionales. Por esta razón la Nación tiene el derecho y la obligación de regular y expropiar cualquier propiedad conforme al interés público o colectivo. Así, la Nación se veía básicamente comprometida en el uso correcto y equitativo de los recursos naturales.

En resumen, a escala nacional, la Constitución mexicana expresa una filosofía ambiental a través de la cual se reconoce el interés de la humanidad o de la especie como el valor supremo de cualquier actividad humana. Este interés incluye no solamente a los miembros actuales de la especie humana sino a las generaciones futuras.

Aunque este principio general se mantuvo en la nueva versión del Artículo 27, los cambios particulares llevados a cabo no sólo lo niegan sino que lo contradicen en la práctica. La promoción de grandes propiedades especializadas, por ejemplo, se propuso sin tomar en cuenta el impacto en estos diseños productivos sobre los recursos naturales. De hecho, aunque los ecosistemas mexicanos sufren severos procesos de agotamiento tales como la deforestación, la erosión de suelos, la pérdida de biodiversidad y de recursos acuáticos, así como la contaminación, no se incluyeron en la nueva Ley mecanismos para detenerlos o evitarlos. En la práctica no hubo interés ecológico para el desarrollo de la nueva legislación.

Las ventajas ecológicas de las unidades basadas en la comunidad

Las comunidades de pequeños propietarios poseen una capacidad demostrada en el manejo cooperativo de los recursos naturales sin competencia individual desenfrenada y bajo formas colectivas de administración. Esta situación, en la cual cada hogar constituye una unidad de un organismo comunal, permite un mejor manejo y conservación de los sistemas ecológicos. Ejemplos de este tipo de organización social pueden hallarse por todo México, especialmente en las tierras bajas tropicales y en las montañas templadas. En la práctica, las comunidades operan como microcosmos donde tanto el manejo familiar como colectivo de los recursos naturales son regulados por medio de estructuras sociales comunitarias.

La diversidad ambiental y la riqueza de recursos naturales fueron, indudablemente, factores decisivos para hacer de México el lugar de nacimiento de las principales civilizaciones indígenas tempranas de Mesoamérica. Como resultado de ello, el México rural contemporáneo es todavía, después de muchos siglos de cambio social, un espacio agrario dominado por campesinos indígenas o con pasado indígena. Así, en 1991, más de tres millones de unidades productivas campesinas (ejidos y comunidades indígenas) poseían la mitad del territorio mexicano (103 millones de hectáreas), principalmente áreas forestales (70% del total nacional) y superficie agrícola (80%). De esta forma, mientras que las granjas empresariales dominan las actividades primarias —tales como cría de ganado, áreas irrigadas, algunas ramas provechosas de agricultura de temporal—, las unidades campesinas constituyen los principales agentes económicos de las regiones forestales y de la mayor parte de las tierras de temporal.

Además de los mestizos o campesinos hablantes de español, existen 54 grupos indígenas que hablan 240 lenguas distintas al castellano, viviendo prácticamente en todos los principales hábitat naturales del país; desde las tierras bajas tropicales y las zonas montañosas templadas hasta las planicies costeras y las áreas desérticas y semidesérticas. De acuerdo con el último censo nacional, en 1991, más de quince millones de hectáreas de bosques tropicales y templados se hallaban bajo el dominio de comunidades campesinas (ver cuadro 3).

Se pueden citar ejemplos de comunidades campesinas que combinan de forma exitosa el manejo ecológicamente sólido y la conservación de los recursos naturales con la producción para el consumo y para el mercado en todo el territorio nacional, y en especial, en el centro y sur de México donde las comunidades indígenas tienen una fuerte presencia. Muchas de ellas realizan actualmente combinaciones innovadoras de características culturales y sociales indígenas (o tradicionales) como la propiedad comunal, el trabajo comunitario voluntario y el intercambio de mano de obra, con elementos modernos como la autonomía de las unidades domésticas, administración eficiente y estructuras técnicas, así como controles financieros de estilo empresarial. Los ejemplos incluyen comunidades forestales exitosas en Quintana Roo, Oaxaca y Michoacán; organizaciones locales y regionales de productores de café orgánico en Chiapas y Oaxaca; manejo de vida silvestre y productores de vainilla, hongos, plantas medicinales y otros productos.

La ventaja ecológica del sistema basado en la comunidad fue un tema largamente ignorado en la nueva Ley. En cambio, la nueva legislación agraria promueve la creación de unidades productivas privadas a gran escala a través de la concentración tanto de las pequeñas propiedades como de las basadas en la propiedad comunal.

La superioridad ecológica y económica de las pequeñas propiedades

Si hay algo que pueda hallarse en el corazón de la nueva legislación agraria mexicana es, nuevamente, la batalla de la modernización rural contra las formas campesinas de uso de los recursos naturales. Esto puede explicarse en el contexto de una total integración económica de México al mercado capitalista mundial a través del Tratado de Libre Comercio y de otros mecanismos. De hecho, la reforma agraria ha sido orientada a la reformulación del sistema de tenencia de la tierra para superar las "formas arcaicas" heredadas de la Revolución Mexicana y representadas por el sector campesino. En este sentido, las reformas representan un mecanismo anticampesino en la búsqueda de las formas de producción rural más "productivas" y "eficientes".

Por esta razón la reforma, notoriamente, se dirige a eliminar las unidades de pequeña escala dominadas por campesinos y crear grandes propiedades individuales y sociedades mercantiles o bien formas combinadas de ejidos con propiedad privada. En otras palabras, como repetidamente lo indica el texto que justifica la reforma, el nuevo sistema de tenencia pretende eliminar las propiedades "improductivas" basadas en la comunidad o en la pequeña escala para tornar accesible la producción a las grandes unidades productivas. Como resultado de ello, se han vuelto a permitir en México las propiedades privadas de dimensiones similares a los latifundios originales del periodo prerrevolucionario. De hecho, bajo la reforma, un productor privado puede poseer de 100 a 2 400 hectáreas de tierra agrícola y de 500 a 15 000 hectáreas de terrenos para ganadería. Por otra parte, las nuevas sociedades mercantiles pueden poseer legalmente de 2 500 a 60 000 hectáreas de terrenos agrícolas; 20 000 de terrenos forestales y de 12 500 a 375 000 hectáreas de agostadero (ver cuadro 4).

entra cuadro 4 Al desafiar lo antes señalado, algunos estudios recientes han demostrado que la aparente superioridad de las grandes propiedades sobre las pequeñas es un mito (Ellis, 1988; Strange, 1988; McC. Netting, 1993; Binswanger, Deininger y Feder, 1993). En un libro dedicado a analizar las actuales economías campesinas, Ellis (1988) concluye que la productividad del uso de los recursos en la agricultura es inversamente proporcional al tamaño de la propiedad. Al utilizar abundante información estadística en su investigación sobre la agricultura de los Estados Unidos, Strange (1988) refuta la idea de que las propiedades más grandes son las mejores. En una contribución rigurosa, Binswagner, Deininger y Feder (1993) concluyen: "Ante una tecnología simple no existen economías de escala en la producción agropecuaria, de modo que las propiedades familiares independientes constituyen los modos más eficientes de producción en términos económicos excepto para un muy limitado conjunto de productos agrícolas".

Abundan en el mundo ejemplos de propiedades de pequeña escala con alta eficiencia productiva. De acuerdo con las estadísticas de la FAO, los mayores valores de productividad agrícola en muchos granos básicos se encuentran en los países europeos, donde la pequeña propiedad domina en el campo, como es el caso de Alemania, Bélgica y Holanda. En Cuba, las cooperativas y propiedades colectivas estatales de gran escala, que controlan 80% del territorio nacional, resultan menos eficientes que las pequeñas propiedades privadas (con sólo una caballería o 13 hectáreas de tierra), especialmente bajo la actual situación de escasez de petróleo. Sin embargo, el mejor ejemplo es China, donde más de doscientos millones de minúsculas unidades de una hectárea o menos producen alimentos para 1 200 millones en un área cinco veces mayor que el terreno agrícola de México (alrededor de cien millones de hectáreas).

Desde la perspectiva ecológica, el supuesto anterior resulta aún más impresionante. En una revisión detallada de este tema a nivel mundial McC. Netting (1993) encuentra que los pequeños propietarios producen más, por unidad de superficie, que las grandes propiedades bajo condiciones físicas semejantes, y lo hacen con una mayor eficiencia energética y una menor degradación ecológica (del suelo, el agua, la biodiversidad y los ciclos biogeoquímicos). Las unidades de pequeña escala, que dependen en gran medida del trabajo manual y la tracción animal, por ejemplo, presentan por lo general un coeficiente favorable entre insumo de energía (medida en kilocalorías) y producto resultante. Los sistemas que utilizan grandes cantidades de combustibles fósiles e insumos manufacturados tales como fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas y máquinas, como tractores y bombas, suelen tener balances energéticos negativos (ver gráfica 3).

En México, la investigación agroecológica y etnoecológica realizada durante las pasadas dos décadas ha demostrado la existencia de incontables sistemas productivos ecológicamente apropiados entre las comunidades y unidades familiares campesinas (especialmente indígenas) (Wilken, 1987; Toledo, et al., 1985). Entre ellas se incluyen sistemas hidráulicos altamente productivos y sostenibles (tales como las chinampas en el valle de México y el marceño en los pantanos de Tabasco), sistemas agroforestales templados y tropicales, cría intensiva de ganado en pequeña escala, huertos familiares de alta diversidad, integración de agricultura y ganadería, manejo eficiente de agua y suelos, y otros.

Por otra parte, la ganadería extensiva en las tierras tropicales bajas ha sido, sin duda, la fuente primaria de la deforestación. Como consecuencia el país ha perdido 90% de sus selvas tropicales originales. En el Noroeste los sistemas de agricultura industrializada han provocado un uso excesivo y una contaminación de los recursos acuíferos, uniformidad genética y contaminación química de grandes extensiones. El uso masivo de fertilizantes y pesticidas químicos es una práctica obligada en las grandes plantaciones forestales de las tierras bajas tropicales, que comenzó a desarrollarse en Tabasco y Chiapas como primera consecuencia de la reforma agraria.

El presente y el futuro del México rural: un dilema crucial A fines del siglo XX han aparecido dos visiones contrapuestas sobre el futuro de la agricultura y de los espacios rurales. La primera de ellas, conocida como desarrollo sustentable, se deriva de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (UNCED) celebrada en Río de Janeiro, en 1992. Esta visión tiene sus raíces en los avances teóricos de la agroecología, la etnoecología y la política ecológica, así como en las experiencias y prácticas de movimientos ambientalistas y otros movimientos populares en todo el mundo. Este enfoque enfatiza el uso de la política pública para preservar el suelo, la energía, el agua y la biodiversidad y promover unidades familiares, comunidades y regiones económicamente seguras y autosuficientes. Esta visión invita también a prácticas agropecuarias menos intensivas en la utilización de químicos y energía, que sean a pequeña escala y no especializadas. También promueve prácticas de mercado que otorguen alta prioridad a la reducción del tiempo, la distancia y los recursos utilizados para transportar alimentos y materias primas entre los productores y consumidores. Finalmente, busca mejorar la frescura, calidad y valor nutricional, minimizando los procesos de transformación, empaque, transporte y conservación.

Con argumentos basados en las teorías económicas neoclásicas que datan de hace más de dos siglos, quienes sostienen una visión contraria, frecuentemente denominada neoliberal o de "libre mercado", persiguen la eficiencia y la productividad económica para ofrecer granos, ganado y productos forestales a los precios más bajos posibles. Este enfoque apela y reproduce un modelo productivo basado en una agricultura a gran escala, altamente mecanizada e intensiva en capital, con monocultivos y un uso extensivo de fertilizantes, herbicidas y pesticidas artificiales. Por esta razón, en este segundo enfoque prácticamente el total de los costos sociales, ecológicos y de salud se consideran como externalidades a ser pagadas, en última instancia, por las generaciones actuales y futuras. El costo incluye, claro está, sobreexplotación de la energía y el agua, deterioro del suelo, empobrecimiento de las poblaciones rurales, destrucción de la diversidad biológica y cultural y distribución desigual de la tierra (y de los recursos naturales).

El conflicto actual entre ambos enfoques existe en dos niveles del debate paradigmático (el social y el científico); constituye hoy el dilema principal que debe enfrentar toda nación en desarrollo. En México estas dos opciones están representadas, por una parte, por la política gubernamental de la integración económica de Norteamérica a través del TLC; y por la otra, por una creciente miríada de organizaciones ambientalistas, de consumo, campesinas e indígenas así como otros movimientos académicos y ciudadanos.

En el contexto de las condiciones que prevalecen entre millones de personas sin tierra, el predominio de las unidades campesinas en pequeña escala, de alta complejidad ecológica, extraordinaria riqueza biológica (y genética), fuerte herencia cultural y un notable sistema de propiedad basada en la comunidad, resulta insostenible diseñar una ley agraria que no se dirija a promover la redistribución de la tierra ni se oriente hacia una forma de desarrollo sustentable. Por otra parte, la todavía fuerte presencia del campesinado en el campo mexicano requiere una vía ecológica hacia la modernización campesina. En otras palabras, el reto para transformar la eficiencia ecológica premoderna campesina en una nueva forma de sustentabilidad neoindustrial, sin pasar a través del modo agroindustrial occidental original, debería ser un objetivo central de la política rural de México.

En esta perspectiva, la Ley Agraria de 1992 no sólo fue y es un mecanismo anticampesino y un detonador de conflictos sociales (tales como la revuelta indígena en Chiapas) sino también un motivo central del renovado y más extensivo agotamiento del ambiente y de los recursos naturales, como se ilustró en las secciones anteriores.

La experiencia mexicana ofrece lecciones para el resto del mundo. Los derechos de propiedad comunitaria no son reconocidos legalmente en la mayoría de los países, aunque vestigios de los sistemas preexistentes de derechos de propiedad, consuetudinarios, persisten especialmente en muchas de las naciones del Tercer Mundo. El apoyo legal a la propiedad colectiva, basada en la comunidad, es una opción política particularmente atractiva para el manejo sustentable de la naturaleza. Al tener como desafío central el dilema mencionado, la Nación está obligada a tomar una vía alternativa hacia la modernización, basada en el nuevo paradigma del desarrollo sustentable. En esta perspectiva se requerirá urgentemente una nueva Ley Agraria de inspiración ecológica.


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Víctor M. Toledo, doctor en biología por la facultad de ciencias de la UNAM, actualmente es investigador del Centro de Ecología de la UNAM. El autor agradece a W.C. Thiesenhusen, D. Kaimowitz y G. Otero el haberle proporcionado materiales y textos, también a G. Bocco y especialmente a D. Jaffee por sus útiles comentarios al manuscrito. Finalmente, el autor agradece a Bárbara Baltazar su asistencia técnica. Este artículo fue publicado por la Universidad de Columbia y traducido para la Revista Estudios Agrarios por Raúl Marcó del Pont Lalli.