Las paradojas del neoliberalismo y las alternativas para el México agropecuario  

En la evaluación de Roberto Diego,
la apertura de la economía nacional ha provocado
retrocesos y deterioros económicos, particularmente en el
sector agrario. Propone que el Estado asuma un papel
rector, fundamentando la actividad productiva,
pero al mismo tiempo vaya transfiriendo
funciones a las organizaciones rurales.

Roberto Diego Quintana

Diciembre de 1994 representa con seguridad un parteaguas para la política económica gubernamental, para la sociedad mexicana y para las instituciones financieras internacionales. La crisis financiera y la fuerte devaluación de la moneda "echaron por tierra" la imagen y el discurso oficial sobre el éxito macroeconómico de la política de estabilización y ajuste estructural y la apertura económica seguida por el gobierno mexicano durante cerca de 13 años a partir de la crisis de deuda de 1982.

Ya sea por la mala aplicación de la política neoliberal o por las deficiencias y concepciones erróneas del modelo mismo, lo cierto es que después de más de una década de sacrificios y de sufrimiento de la mayoría de la población, el escenario económico del país terminó mucho peor que al inicio de la peregrinación neoliberal: el Producto Interno Bruto después de crecer en promedio 6% anual en los años sesenta y setenta, cayó por debajo del crecimiento poblacional a 1.8% anual en los ochenta y principios de los noventa (Gómez, 1995). Lo peor ha sido 1995, en donde, según declaraciones del propio Secretario de Hacienda, el PIB llegó a menos 7%, situación digna de un país en guerra.

A su vez, la cuenta corriente, durante el sexenio salinista, acumuló un déficit de 100 000 millones de dólares, que se financió con flujos de capital a la bolsa de valores y contratación de deuda pública (Calderón, 1995), lo que se reflejó en la deuda externa que pasó —incluyendo pasivos y capital golondrino— de 88 000 millones de dólares en 1982 a 254 000 millones en junio de 1994. Esta deuda, debida a los compromisos financieros incluidos en el Plan de Rescate Económico de México diseñado por el Banco Mundial y el propio gobierno de los Estados Unidos de América, se ha incrementado significativamente a grados que están por encima de la capacidad de pago del país. Por otra parte, los 1.5 millones de empleos generados durante el salinismo se han perdido en lo que va del actual sexenio, dejando a más de un millón de jóvenes que arriban al mercado laboral al año sin posibilidad de encontrar una vida digna. Asimismo, el ingreso de los salarios reales que representaba antes de diciembre de 1994 el 30% del nivel de la década de los setenta (Calderón, 1990), ha caído aún más. De acuerdo con Julio Boltvinik, la paradoja de la sobrevivencia del pueblo, ante el cada vez más acuciante deterioro del poder adquisitivo, ha llevado a una situación digna del surrealismo político mexicano, ya que para enero de 1995 eran necesarias 6.7 personas trabajando con salario mínimo para mantener a una familia de cinco personas. O dicho de otra forma, el salario mínimo de entonces apenas alcanzaba para adquirir 15% de la Canasta Normativa de Satisfactores Esenciales.1

Aunado a lo anterior, también resulta preocupante la gran pérdida de capital social a través de las privatizaciones, mismas que ya mencionan en la lista de venta a la industria petroquímica con el objeto de obtener recursos para hacer frente a los acreedores e inversionistas extranjeros. Las únicas variables que han logrado controlarse a partir del sacrificio de las demás han sido la inflación, gracias a los planes heterodoxos de los pactos, más que la ortodoxia de la estabilización y ajuste estructural; la cuenta corriente, el adelgazamiento estatal y el incremento en la recaudación fiscal y, recientemente, el balance del comercio exterior debido sobre todo a la fuerte subvaluación del peso durante 1995.

Lo peor, sin embargo, no es la magnitud de estas cifras, sino la pérdida de confianza, credibilidad y esperanza de la mayoría de los mexicanos que deambulan hacia el final del milenio, olvidando el espejismo de aquel Primer Mundo prometido con la entrada del país a la Organización Económica de Cooperación y Desarrollo (OECD), y deseando que la crisis política, social y económica —que apenas se inicia— no sea tan grave como algunos adeptos del realismo apocalíptico pregonan.

El sector agropecuario y la población rural no han tenido mejor suerte que las variables macroeconómicas nacionales. En lo productivo, si bien hasta 1994 el maíz presentaba un impresionante incremento al pasar de 12 millones de toneladas promedio en el trienio 1982-1984 a 17.8 millones para 1992-1994, a fines de 1995 esta imagen de paradójica autosuficiencia2 se había transmutado en una seria crisis productiva de este grano básico al grado de hacer oficial la probable importación de más de cuatro millones de toneladas (Hernández, 1996).

Esta situación pudiera tornarse dramática, ya que hoy cuesta cuatro veces más la tonelada de maíz importado debido a la devaluación del peso y al incremento en el precio del maíz en el mercado internacional de aproximadamente 100%; además del fuerte sacrificio en divisas que esto implica, el problema para los indígenas y campesinos que no tengan suficiente capacidad de compra para adquirir el maíz necesario para su manutención se relaciona con su sobrevivencia misma. Esta situación es aún más lacerante si se considera que estos mexicanos muy bien pudieron haber producido gran parte de este maíz en sus parcelas, de haber existido una política económica congruente con la realidad nacional.

Una paradoja más para el neoliberalismo sería tener que pensar en el logro de la autosuficiencia en todo lo habido y por haber con el fin de ahorrar divisas, tan necesarias para hacer frente a las obligaciones impuestas por la enorme deuda externa. Ello requeriría considerar una protección selectiva3 en aquellos productos que, de acuerdo con estudios específicos, así lo requieran,4 lo cual implicaría un giro de 180 grados sobre la política de apertura comercial que conduciría a cambios significativos en el mismo Tratado de Libre Comercio de América del Norte, situación poco probable dado el reducido espacio para maniobrar que hoy tiene el gobierno mexicano en relación con la política económica del país.

Ante la protección relativa y temporal de la subvaluación del peso, se podría pensar en un programa emergente para reactivar la producción nacional, con objeto de producir tanto para el mercado interior como para el mercado exterior, con la consecuente ganancia en la balanza de comercio exterior agropecuaria. En el transcurso de 1995, anuncios gubernamentales sobre la puesta en marcha de varios programas de emergencia para reactivar la producción agropecuaria, entre ellos la Alianza para el Campo y la contratación al vapor de 10 000 agrónomos, parecieran indicar un cambio, cuando menos coyuntural, de la política económica hacia el campo con el propósito de evitar un colapso alimentario nacional. Estas políticas, sin embargo, no están orientadas a resolver problemas de mediano plazo como lo es la formación de capital y el financiamiento en el campo. En este sentido, sería necesario hacer llegar recursos frescos y en grandes cantidades, a un campo descapitalizado y endeudado, en donde gran parte de los productores campesinos y empresariales —estos últimos en un número significativo refugiados en El Barzón5— están buscando no perder lo poco que les queda, y con pocas o nulas posibilidades de hacer producir en forma adecuada sus tierras.

Ante el inminente fracaso de atraer la inversión extranjera al campo mexicano, la crisis de la banca nacional y la carencia de recursos propios por parte de los productores nacionales, el gobierno debería asumir un papel rector, interventor, y canalizar tanto inversión pública como crediticia por medio de la banca de desarrollo. En rigor, el gobierno, al igual que la banca a la hora de renegociar las carteras vencidas de los productores, debería empezar por asumir la parte de culpa que le corresponde en la crisis financiera rural, al haber generado un contexto económico adverso a la rentabilidad agropecuaria. Sin embargo, ello implicaría un retroceso en el proceso de ajuste estructural, así como en la refuncionalización y adelgazamiento del sector público, y posponer la regulación de la actividad económica rural por medio del libre mercado, cuando menos en lo que respecta al financiamiento. Otro obstáculo para canalizar recursos suficientes al campo es la posibilidad real de poder hacerlo al mismo tiempo que destinando lo poco o mucho que junta el gobierno de las ventas de petróleo, de la privatización de empresas públicas que aún quedan en sus manos y de la recaudación de impuestos para pagar, cuando menos, los servicios de la deuda.6

El problema de las grandes diferencias en los subsidios directos a la producción y a la exportación de productos agropecuarios entre México y los principales actores del mercado internacional agropecuario es otra paradoja al retiro estatal y los nuevos espacios otorgados al libre mercado. Durante el periodo intervencionista, los subsidios al sector agropecuario en los años del Sistema Alimentario Mexicano (SAM) entre los años 1981-1982 alcanzaron cifras históricas, siendo la tasa de subsidio en relación con el producto agropecuario de 22%, representando cerca de 1.8 puntos del PIB (Gómez, 1995). Esta situación, sin embargo, se debilitó con la crisis de la deuda de 1982 y los subsidios se fueron retirando de la actividad productiva hasta llegar a representar entre 2 y 3% del PIB sectorial (Calva, 1991). Como contraparte, los subsidios a la producción agropecuaria en Estados Unidos, Canadá y el Mercado Común Europeo llegan en promedio a representar entre 30 y 40% del PIB sectorial.7

La realidad arriba señalada, sus efectos aparejados con la apertura comercial en la planta productiva agropecuaria, la reacción de diversas organizaciones de productores y el costo político de la desprotección total agropecuaria nacional, sin duda son elementos fundamentales que explican la incorporación del Procampo como una medida intervencionista "indeseada", pero necesaria, dentro de un modelo librecambista, que de modo purista, sigue esperando lograr establecer la "optimización" económica nacional a través del libre mercado, en donde el Estado únicamente regule el tráfico de los bienes y servicios ofertados y demandados.

Dentro de los apoyos del gobierno al campo, necesariamente se deben seguir considerando los subsidios directos a los productores como el Procampo. En principio, ajustar y llevar el subsidio de acuerdo con las condiciones productivas de cada productor es lo más deseable con objeto de apoyar adecuadamente a cada uno de ellos y evitar así la dispersión e ineficacia de los subsidios generalizados vía precios a la producción, insumos y materias primas. Sería conveniente, sin embargo, considerar varias adecuaciones: el subsidio en México debe incentivar una mayor productividad por unidad de superficie; en este sentido otorgarlo por hectárea,8 sin tomar en cuenta para nada los niveles de productividad de cada predio,9 más bien no impulsa a ésta. En este sentido, sería necesario indicar el subsidio a los incrementos en productividad, tratando de evitar las limitantes impuestas por el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), hoy Organización Mundial de Comercio (OMC), y por último impedir que el subsidio sea politizado y manejado con criterios electoreros.10

Por otra parte, el monto del subsidio en México, debe compensar los subsidios otorgados a los productores y exportadores de otros países, debidamente ponderados por la paridad cambiaria. Asimismo, ante la apertura comercial, el subsidio deberá ser una herramienta de política económica permanente, sobre todo si se considera que los subsidios similares de los principales socios comerciales de México, no obstante las buenas intenciones expresadas en la Ronda Uruguay, no van a desaparecer a mediano plazo.11 En este sentido, pretender su reducción conforme se logra hacer más eficiente la producción agropecuaria es un enfoque erróneo: el problema trasciende la eficiencia y se relaciona con la necesidad de compensar los altos niveles de subsidio de los socios comerciales.

Uno de los efectos negativos de Procampo es que, al ser otorgado por hectárea, ha orillado a los productores a declarar toda la superficie de su predio dentro del programa. Esta situación conlleva un menor descanso de la tierra y un mayor deterioro de los recursos, incluyendo el desmonte de tierra con vegetación nativa a fin de incluirla en el programa. Los subsidios directos a la producción, por lo tanto, deben de ir acompañados de otro tipo de subsidios relacionados con el desarrollo sustentable, la recuperación de suelos y nichos ecológicos, que posibiliten a los productores dejar de trabajar tierras deterioradas y permitan la recuperación de bosques y selvas donde la precariedad de los recursos naturales y de la diversidad biótica así lo ameriten.12 En este sentido el Produce (Fondo de apoyo para toda actividad agropecuaria considerado dentro de la Alianza para el campo) incluye una nueva propuesta de subsidio ecológico en que se pagará a los productores por dejar de cultivar recursos deteriorados y posibilitar su recuperación. Este planteamiento, sin embargo, requerirá de un financiamiento difícil de lograr de seguir pesando la deuda externa sobre las finanzas nacionales. 13

Una renuncia neoliberal más sería el dejar de considerar a los campesinos y a la mayoría de los empresarios agropecuarios nacionales como "no rentables". Ello implicaría dejar de soñar en la reestructuración empresarial y de tenencia de la tierra bajo el supuesto de la llegada de inversionistas modernos, presumiblemente en su mayoría extranjeros, para sustituir a gran parte de los productores nacionales.14 Otro cambio radical en este sentido sería dejar de satanizar injustamente al minifundio y revalorizarlo, haciéndolo rentable,15 tomándolo como el patrón de tenencia de la tierra más adecuado para el desarrollo económico y social de un país que tiene la cuarta parte de la población en el campo y no tiene otro lugar más digno y humano para ella, así como serias limitaciones climáticas y en calidad de tierra.

Lo anterior lleva a reflexionar sobre la conveniencia de tratar de generar un mercado libre de tierras con el propósito de concentrar superficies. Más bien, habría que impulsar una reducción de superficies16 y una recomposición del minifundio, incluyendo la ampliación de la superficie de los predios por medio del reparto agrario hoy negado en el nuevo Artículo 27 constitucional, o bien, por medio de la compra y reparto de tierras por parte del gobierno.17 Sólo así México y sus productores rurales podrían incursionar en el mercado exterior con base en sus ventajas comparativas reales, en lugar de tratar de copiar estructuras empresariales y de tenencia de la tierra ajenas a la realidad nacional.

En este mismo sentido, programas como el Procede18 serían necesarios con el propósito de resolver problemas de linderos en los ejidos y comunidades formal e informalmente parcelados, y poder coadyuvar a la refuncionalización del minifundio, sin que su intervención necesariamente conllevara la privatización de la tierra del sector social.19 Por otra parte, habría que considerar que para muchas comunidades indígenas y campesinas, la idea de poseer la tierra en forma individual y de considerarla como un mero factor de producción no comulga para nada con su cosmovisión y su forma de ver la vida. Cabe señalar que la idea de territorio, de espacio vital de reproducción y de identidad que muchos mexicanos le dan a la madre tierra debería necesariamente ser considerada en una estrategia de reestructuración parcelaria de corte minifundista. La situación específica de cada región, etnia y comunidad, su idea de nación, de territorio, del tiempo, de autonomía, de presente y de futuro, deberían estar incorporadas.

En relación con la reforma del Estado interventor y patrimonial mexicano resulta ciertamente difícil, casi imposible, no estar de acuerdo. Quien quiera que haya trabajado con "los pies en la tierra", tiene toda una serie de anécdotas sobre fracasos productivos debidos a la imposición burocrática, el control político y organizativo ejercido sobre ejidos y comunidades agrarias a través de los promotores de la SRA, los malos manejos e ineficiencia imperante en las instituciones oficiales de crédito y de riego, el control y corrupción en la comercialización de la producción de granos básicos, de café, de tabaco, etcétera.20

Bajo este panorama, el retiro y refuncionalización estatal podrían verse con buenos ojos. En esencia, sería deseable que los productores y sus organizaciones —en lo que alegóricamente Gustavo Gordillo vislumbraba como "los campesinos al asalto del cielo"—, se liberaran de las ataduras burocráticas y tomaran en sus manos, en forma autónoma, su desarrollo así como los diferentes apoyos y servicios requeridos para la producción agropecuaria. En este sentido, las decisiones sobre la producción y comercialización, así como la distribución, enajenación, traspaso y uso de los recursos para la producción y la reproducción social, deberían ser tomadas por ellos sin la tutela gubernamental. Asimismo, los apoyos crediticios y de asistencia técnica deberían tener una multiplicidad de oferentes en el libre mercado, incluyendo la oferta de las propias organizaciones campesinas.

En los hechos, sin embargo, este retiro se ha llevado a cabo en forma abrupta y desorganizada, dejando a los productores sin —cuando menos— el mal apoyo de la época del Estado patrimonial, habiendo las instituciones desaparecidas, refuncionalizadas o privatizadas creado un vacío, una ausencia difícil de llenar a corto plazo. Entre los mejores ejemplos está la desaparición del Instituto Mexicano del Café (Inmecafe) y de Tabacos de México (Tabamex), así como la drástica reducción de la cartera de Banrural.21

El problema del retiro y la refuncionalización estatal está relacionado con la forma abrupta e indiscriminada en que éste tuvo lugar. Si bien es deseable que el Banrural cambiara su papel impositor en el campo, el cambio también debería haberse dado en una mejoría en la calidad del financiamiento otorgado. En lugar de ello, esta institución redujo su cobertura de más de siete millones de hectáreas en 1988, a poco más de un millón en 1993,22 sin haber apoyado adecuadamente instituciones de crédito alternativas (uniones de crédito, cajas de ahorro) fincadas en la organización de los productores, dejando a la mayoría de los productores minifundistas fuera del acceso al crédito y paradójicamente atados a un crédito-subsidio del Pronasol: alrededor de 400 nuevos pesos por hectárea (1992), totalmente insuficiente para llevar a cabo las labores de cultivo.23 Igual suerte corrió el seguro agrícola, que al "privatizarse" pasó de una cobertura similar a la del crédito, 6.9 millones de hectáreas en 1988, a poco más de 400 000 hectáreas en 1993, con la consecuente desprotección de la actividad productiva,24 aun después de considerar el éxito relativo de los fondos de autoseguro en el centro y norte del país que, de acuerdo con cifras estimadas en 1995, llegaron a cubrir cerca de 1.5 millones de hectáreas.25

Es poco probable que se esperara que el crédito privado cubriera el vacío dejado por el Banrural, ya que estas instituciones han sido, en términos generales, reacias a apoyar al sector social y al minifundio privado. De hecho, si bien se observa un incremento en su cobertura a partir de 1988 en que, a pesos de 1980, dio créditos por un monto de 52 000 millones de pesos, pasando a acreditar con 131 000 millones para 1993,26 lo cierto es que este incremento en la cobertura se debe fundamentalmente a la renegociación de las carteras vencidas de los productores agropecuarios, cuya rentabilidad feneció ante la apertura comercial, la sobrevaluación del peso durante el mismo periodo,27 y el retiro del subsidio a las tasas de interés bancario.28

Con base en lo anterior, el campo maxicano requeriría de un Estado ciertamente rector e intervencionista, pero eficiente, selectivo y que invierta, regule y fomente la actividad productiva por medio de la inversión y del crédito público, y que a la vez fortalezca a las organizaciones rurales transfiriendo gradualmente funciones y atribuciones, algunas nuevas, otras arrebatadas en el pasado por el Estado patrimonial corporativista, conforme dichas organizaciones vayan siendo capaces de asumirlas.29

Una paradoja más estaría relacionada con la posibilidad de crecer económicamente hacia afuera, debilitando a la vez el mercado interno con la caída del ingreso y del empleo. Los países con un comercio exterior fuerte iniciaron su proceso de diversificación económica, primero satisfaciendo un mercado interno antes de aventurarse más allá de sus fronteras. Ciertamente hoy son otros tiempos, los tiempos de la globalización económica. Sin embargo, tratar de fincar el crecimiento —mas no desarrollo— económico lejos de un desarrollo humano y social, en una economía de enclave, con empresas que poco o nada tengan que ver con la demanda interna, orientadas a la exportación, y de capital extranjero, poco beneficio podrán dejar a las mayorías nacionales que hoy no alcanzan siquiera a alimentarse de acuerdo con los mínimos necesarios para lograr una vida funcional normal.


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Roberto Diego Quintana es doctor en ciencias sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Profesor del Departamento de Producción Económica y Coordinador del Área de Desarrollo Agroalimentario.

1 Julio Boltvinik, p. 52. La Canasta Normativa de Satisfactores Esenciales (CNSE) está integrada por los bienes y servicios a los que debería tener acceso un hogar típico de cinco personas para no ser considerado pobre.

2 Cabe recordar que el neoliberalismo mexicano negaba como vía agropecuaria la autosuficiencia alimentaria y pregonaba el principio de las ventajas comparativas. La contradicción de este dogma económico y sus resultados productivos son tratados por Víctor Suárez.

3 En principio, la apertura comercial llevada a cabo durante los dos últimos sexenios debería haberse hecho en forma gradual y selectiva, tal y como la llevaron a cabo Taiwan y Corea. En lugar de ello, México abrió su mercado a productos del exterior en forma abrupta e indiscriminada. La estrategia a posteriori debería considerar ahora un proteccionismo selectivo, tal y como lo hizo Chile en 1982, en forma contraria a las recomendaciones de los "Chicago Boys".

4 La necesidad de llevar a cabo estudios específicos previos a una apertura comercial es mencionada por Solon Barraclough.

5 Organización multiclasista de deudores de la banca oficial y privada, iniciada por productores agropecuarios y hoy extendida a otros sectores productivos y no productivos agrupando, según sus directivos, a aproximadamente siete millones de personas.

6 La viabilidad de este tipo de alternativas está condicionada a la posibilidad, disponibilidad y capacidad que tenga el gobierno mexicano para negociar el pago de la deuda externa, con el fin de liberar los recursos necesarios para invertir y apoyar la producción nacional.

7 Véase Arturo León, 1992. Asimismo José Luis Calva, 1991.

8 Al parecer el Procampo se diseñó con base en el programa de subsidios directos a los productores del Mercado Común Europeo, cuando el problema de Europa es la sobreproducción agropecuaria y el de México el estancamiento productivo.

9 En el Procampo definitivo se consideraba el incentivo a la productividad; desgraciadamente esta fase, ante la debacle financiera, se quedó colgada del limbo.

10 Sobre la apertura comercial de México con la entrada al GATT, véase Luis Ma. Fernández y M. Tarrío, "El contexto de la apertura de la agricultura mexicana: de la Ronda Uruguay al Tratado de Libre Comercio de América del Norte".

11 Véase Arturo León, op. cit., 1992; del mismo autor, op. cit., 1994. Asimismo José Luis Calva, op. cit., 1991, p. 27.

12 Al respecto véase Carlos Cortez, et al., 1995.

13 Sobre el financiamiento de la recuperación y mantenimiento de los recursos naturales se han generado nuevos planteamientos como los swaps ecológicos que implican la compra de deuda externa mexicana por países y empresas que requieran invertir en proyectos ecológicos en países como México con el propósito de compensar, de alguna manera, su excesiva contaminación y uso irracional de recursos. Los pagos por captura de carbono, por su parte, también implicarían una compensación relativa entre la emisión de bióxido de carbono en los países de mayor crecimiento y la captura de éste por la vegetación natural en países con saldo positivo en este sentido. Sin embargo, estos esquemas, parte de la Agenda 21 de las Naciones Unidas y otros aún en el tintero, si bien pueden aportar la solución a problemas locales, distan mucho de ser una solución nacional.

14 Uno de los primeros indicios de esta política de reconversión empresarial y de tenencia de la tierra fue dada en 1989 por Santiago Levy y S. van Wijnbergen. El problema fundamental de esta estrategia reconcentradora de tierra es que la inversión extranjera no ha llegado al campo, al respecto véase L. Concheiro, FAO/UAM. Tal vez el único interés real de las empresas transnacionales por invertir formalmente en el campo mexicano sea la producción de madera para la fabricación de papel, sin embargo, estas empresas, al parecer están esperando una mayor flexibilización del Artículo 27 constitucional que permita eliminar el límite legal del tamaño de las empresas madereras; sobre esto véase Luis Hernández, 1996.

15 Existe gran cantidad de escritos y documentos que evidencian sobre la mayor rentabilidad de los predios por unidad de superficie conforme se reduce el tamaño del predio, bajo condiciones de igualdad tecnológica y de condiciones productivas; en esencia, el minifundio rentable es más productivo por hectárea que la gran empresa. Entre ellos cabe citar el trabajo clásico de Salomón Eckstein, 1978; así como los de M. Carter, 1989, Diego R., 1993, y J.R. Heath, 1992.

16 En la Ley de Aguas de Luis Echeverría se planteaba para los nuevos distritos de riego una superficie máxima para la pequeña propiedad de 20 hectáreas.

17 La recomposición del minifundio privado o del sector social requeriría de la intervención estatal con el propósito de adecuar la estructura de la tenencia de la tierra al desarrollo humano del país. En un mercado de tierras regido por la libre oferta y demanda, serían más bien los dueños del capital los que, de convenir a sus intereses, tenderían a concentrar más la propiedad de la tierra sin importar las repercusiones que esto tendría para la sociedad. Al respecto véase Escárcega E. y C. Botey, 1990.

18 Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos.

19 La demagogia oficial ha tratado de dar una imagen justicialista al Procede, al dar seguridad en la tenencia de la tierra en forma individual a cada ejidatario, sin embargo, tanto los axiomas neoliberales como noticias aisladas permiten entrever que este Programa forma parte de una estrategia para incorporar los 103 millones de hectáreas del sector social al mercado de tierras. Sobre el tema véase el artículo de Matilde Pérez, 1995.

20 Un excelente trabajo clásico es el escrito por Arturo Warman, 1972; sobre el crédito, el trabajo de Fernando Rello, 1987; sobre el papel de la Secretaría de la Reforma Agraria, del mismo autor véase trabajo publicado en 1986. Para el caso del control de los productores por los Distritos de Riego véase Martin Greenberg, 1970, y para la Conasupo el de Merilee S. Grindle, 1977. El poder devastador del "apoyo" gubernamental posrevolucionario es finamente detallado por Hu-DeHart E., 1990.

21 Sobre el tema véase Juan De la Fuente J. y H. Mackinlay, 1994. Sobre el tema del café véase Luis Hernández Navarro, 1996.

22 VI Informe de Gobierno, Carlos Salinas De Gortari.

23 Pronasol en 1990 acreditó de inicio a 269 000 productores para 1.2 millones de hectáreas, en 1993 el número de acreditados era de 700 000 para una superficie de 2.2 millones de hectáreas lo que representa menos de la tercera parte de la cobertura del Banrural en 1988. Véase, "La solidaridad en el desarrollo nacional", p. 153.

24 Sobre el seguro agropecuario véase Manrubio Muñoz y Horacio Santoyo, 1994, asimismo, el trabajo de Isabel Cruz, 1995.

25 Información verbal de José Manuel Hernández Trujillo que actualmente realiza una evaluación de este programa.

26 Véase, Indicadores económicos Banco de México, Serie histórica y Anexo estadístico V Informe de Gobierno, Carlos Salinas de Gortari.

27 De acuerdo a Luis Gómez-Oliver, entre 1987 y 1994 el peso se apreció casi 60%. (Gómez, 1995).

28 El valor del subsidio financiero para la agricultura como proporción del PIB pasó de 0.42% en 1982 a 0.13% en 1988 y 0.09% en 1989, siguiendo la misma tendencia a la baja en los años subsiguientes.

29 Tal es el caso de las transferencias de los distritos de riego a los usuarios, que si bien tienen implicaciones peligrosas en lo que se refiere a la virtual privatización del agua, tiene como lado positivo el regresar el control del agua a quienes la requieren para regar, aunque más de la mitad de las tierras de riego estén realmente dadas en arrendamiento, teniéndose resultados positivos y alentadores en algunos módulos de riego. Sobre el tema véase R. Diego, 1995.