El papel de la agricultura en el desarrollo de México

A lo largo de este ensayo, el autor aporta
elementos que demuestran la polaridad campo
y ciudad cada vez más arraigada en México.
Bajo estas circunstancias, Luis Gómez-Oliver
sostiene que el desarrollo rural es indispensable
para una sana política de ocupación territorial,
para frenar el equilibrio urbano, así como
para aprovechar los recursos naturales,
humanos y culturales que constituyen
la riqueza de nuestro país.

Luis Gómez-Oliver

La reciente crisis cambiaria (diciembre 1994) y sus serias consecuencias económicas obligan a profundizar el análisis sobre las insuficiencias que presenta el nuevo estilo de desarrollo que se está definiendo para México.1 Si bien es cierto que en el desencadenamiento de la crisis incidieron graves factores políticos y económicos coyunturales, no puede desconocerse la presencia de determinantes estructurales esenciales.2 Es importante considerar que la democracia política necesita sustentarse en una democracia social y ésta, a su vez, sólo es posible en una sociedad solidaria, donde la igualdad de oportunidades contribuya a la capilaridad social y a la superación de las inevitables desigualdades económicas.

Respecto al financiamiento del desarrollo, si bien la tasa de ahorro interno depende de políticas macroeconómicas, de una indispensable reforma del sistema financiero y de una mayor orientación de la economía hacia la exportación, la polarización socioeconómica incrementa la tendencia a consumir más allá de los propios medios, principalmente por la presión para compensar con gasto público las disparidades sociales y regionales.

Por otra parte, la insuficiencia de ahorro interno para financiar sus procesos de crecimiento es una característica de los países en vías de desarrollo. En este sentido, los flujos de capital externo son prácticamente un requisito para lograr un progreso económico acelerado, capaz de ir cerrando la brecha entre países ricos y pobres. Dos condiciones, estrechamente interrelacionadas, determinan la viabilidad de esta corriente de capitales y su efectividad para sustentar el proceso de desarrollo. Por un lado, rentabilidad y confianza sostenida para los inversionistas; por el otro, capacidad para absorber capital técnico y productivo dentro de un proceso de acumulación de efecto multiplicador.

El carácter del desarrollo mexicano afecta muy negativamente tanto el ahorro interno como el externo. Extensas regiones del país se ven marginadas del proceso económico y amplias masas de población carecen de condiciones para participar en los procesos productivos modernos. La base del desarrollo nacional acumula así grandes tensiones de desintegración económica. En el agudo contraste que caracteriza a la sociedad mexicana conviven, separándose permanentemente, la modernidad concentrada de los grandes centros urbanos y la marginalidad creciente de amplias zonas del territorio nacional donde las severas limitantes en infraestructura, comunicaciones, servicios, disponibilidad de mano de obra calificada y condiciones de vida, parecieran corresponder a otro tiempo o, por lo menos, a otro lejano y atrasado país.

Se generan así graves conflictos sociales, latentes o explosivos, que aumentan las presiones sobre las cuentas fiscales debido a la necesidad de utilizar el gasto público para paliar las enormes diferencias de desarrollo; simultáneamente, los conflictos o la posibilidad de los mismos erosionan fuertemente la confianza de los inversionistas, sobre todo de las instituciones extranjeras, más reluctantes a asumir riesgos. Por otra parte, cuellos de botella insalvables en infraestructura física y social impiden aprovechar integralmente el potencial productivo en la mayor parte del país.

Cualquier estrategia para superar la actual crisis, dentro de una perspectiva de recuperación sostenida del progreso económico y social a largo plazo, debe considerar la necesidad de fortalecer la democracia y de superar el carácter excluyente del desarrollo económico.

Es al interior de esta visión amplia que resulta relevante plantear el análisis del papel de la agricultura en el desarrollo nacional. La argumentación tradicional en defensa de la agricultura descansaba en la importancia de ciertos productos específicos o en planteamientos paternalistas respecto a los pequeños productores. Esta fundamentación de la política agrícola es obsoleta y carece de capacidad de negociación frente a las prioridades macroeconómicas o financieras. El énfasis en la productividad y competitividad, la reducción del ámbito de acción del Estado, la apertura económica, la liberación comercial, los procesos de desregulación y la creciente movilidad de los recursos tecnológicos y de capital han desplazado los ejes de la política agrícola posible hacia la generación de condiciones para absorber capital técnico y productivo.

En este sentido, es importante explicitar un marco analítico para considerar las interrelaciones entre la agricultura y la economía en su conjunto. A esta finalidad se orienta el presente texto, a través del análisis de los cambios sectoriales y sus relaciones con los aspectos macroeconómicos, en una perspectiva histórica que permita identificar las variables determinantes del desarrollo agrícola tanto desde el contexto de la estrategia global como desde la óptica sectorial.

Las etapas del desarrollo agrícola en el contexto global

En el análisis que se presenta a continuación el acento se pone más en los cambios de la economía nacional que en los problemas particulares al interior de la agricultura. Sin embargo, en atención al objetivo de esta exposición, la periodización se establece en función de los cambios en el papel del sector agrícola en el desarrollo nacional (ver gráfica siguiente).

Entra gráfica El análisis toma como punto de partida el colapso del modelo primario exportador a consecuencia de la crisis 1929-1932, y las profundas reformas realizadas durante el periodo cardenista. A partir de las radicales transformaciones llevadas a cabo en ese periodo se identifica una primera fase de auge agrícola, de 1940 a 1958, durante la cual la agricultura crecía en forma irregular pero alcanzando una tasa promedio casi semejante a la tasa de crecimiento de la economía en su conjunto. Consecuentemente, la participación de la agricultura dentro de la economía nacional disminuía lentamente, reflejando los años agrícolas climáticamente buenos o malos. En 1940, la agricultura representaba 19% del producto interno bruto nacional; en 1958 había bajado solamente a 17%.

En ese año se inició el periodo identificado como de desarrollo estabilizador, correspondiendo a una estrategia de muy definida orientación hacia la industrialización por sustitución de importaciones. En esta etapa se aplicó la política agrícola compensatoria, basada en subsidios fiscales, que se mantuvo durante todo el desarrollo con estabilidad de precios y continuó durante el estancamiento con inflación y el auge petrolero de los años sesenta. La tasa de crecimiento del sector agropecuario tendía a ser significativamente inferior a la tasa de crecimiento de la economía nacional, la que era impulsada esencialmente por el crecimiento industrial. Esta diferenciación se acentuó a partir de 1966 y continuó hasta 1981, último año antes de la crisis de la deuda externa. De 1958 a 1981 la participación de la agricultura en la economía nacional bajó de 17% a solamente 8%.

La tercera etapa se inicia con la crisis de 1982 y se extiende hasta el presente. La importancia que, aún en la actualidad, tienen los cambios provocados por la crisis de la deuda externa y los procesos de ajuste obligan a considerar no solamente el impacto global sobre el crecimiento sectorial, sino a desagregar subperiodos destacando los esfuerzos de estabilización, la incidencia del colapso petrolero de 1986, las reformas estructurales, el inicio de la recuperación y los determinantes de la crisis cambiaria de 1994.

El punto de partida: el colapso del modelo primario exportador

En una interesante lección para el análisis de la situación actual, los profundos cambios que representó el establecimiento del modelo de la industrialización por sustitución de importaciones se explican, a su vez, por el colapso del modelo primario exportador provocado por la depresión internacional 1929-1932.

En 1932, después de varios años con crecimiento económico débil o negativo, el producto interno bruto cayó 15%. Consecuentemente, el producto de 1932 resultó 24% inferior al que se había logrado seis años antes. El ingreso por habitante cayó 30%. Los sectores más afectados fueron, desde luego, los que constituían el motor del crecimiento basado en las exportaciones de productos primarios: la minería, incluyendo el petróleo, y la agricultura. En los años siguientes, ambos sectores serían profundamente transformados por las reformas cardenistas.

Dentro del análisis agrícola en particular, aunque generalmente la reforma agraria se asocia a la Revolución Mexicana (y desde luego este proceso fue un condicionador histórico esencial de los cambios agrarios ocurridos dos décadas después), es imprescindible considerar también las modificaciones en la estructura económica provocadas por la Gran Depresión, lo que resulta evidente al comparar la situación agraria antes y después del periodo cardenista.

En 1930, veinte años después del inicio de la Revolución, si bien el número de ejidatarios era ya considerable, alcanzando 47% del total de productores agrícolas, la superficie perteneciente a los ejidos era solamente 6% del total. En general, las grandes haciendas no habían sido afectadas por la reforma agraria y la propiedad de 94% de la tierra agrícola correspondiente a los propietarios privados estaba sumamente concentrada: solamente 0.3% de las explotaciones privadas poseía 56% de la superficie total.

El cambio provocado por la reforma cardenista fue espectacular. En 1940 casi la mitad de las tierras agrícolas del país eran ejidales, incluyendo la mayor parte de la superficie irrigada. La participación de los ejidos en la superficie de labor pasó de 13% en 1930 a 47% en 1940; en el caso de la superficie irrigada, el incremento fue de 13 a 57%. El producto agrícola ejidal, que en 1930 había alcanzado solamente 11% del total, en 1940 llegó a 53%. Es decir, después de la reforma cardenista los ejidos eran propietarios de más de la mitad de las mejores tierras agrícolas del país y aportaban también más de la mitad del producto agrícola nacional. Desde entonces el ejido constituyó una parte fundamental de la estructura agrícola de México. Pero otra transformación fundamental había tenido lugar durante ese periodo: el latifundio tradicional había sido eliminado como forma dominante de explotación agrícola.

La estructura latifundista de la agricultura se había originado en la necesidad de expropiar las tierras de las comunidades indígenas y constituir el mecanismo para generar la mano de obra libre, que requería el desarrollo del modelo económico primario exportador. Muchos estudios históricos mencionan razones de prestigio social para justificar la existencia de propiedades, de decenas de miles de hectáreas, que rebasaban con mucho no sólo la capacidad de explotarlas, sino siquiera de conocerlas; sin embargo, en la perspectiva de la historia del desarrollo económico, el papel histórico de la conformación de los grandes latifundios fue generar mano de obra abundante, sin otra opción productiva que trabajar las tierras de la hacienda para poder subsistir, situación que era indispensable para el desarrollo hacendario capitalista de la agricultura.

Esa estructura agraria era funcional al modelo primario exportador; pero, a pesar de su necesidad histórica, representaba, por supuesto, un fuerte obstáculo al desarrollo del mercado interno que era la base del crecimiento industrial. El monopolio de la propiedad de la tierra, como todo estrangulamiento monopólico, provocaba que el equilibrio del mercado se alcanzara con una oferta reducida y precios relativos elevados, en beneficio de los propietarios terratenientes. En contrapartida, el proceso de industrialización, que crecía en función del mercado interno, se veía frenado por la escasez de materias primas y el elevado costo de los bienes-salario.

Hasta la crisis mundial, los grandes terratenientes no habían tenido la fuerza necesaria para imponer estas condiciones, acumulando ganancias extraordinarias derivadas del monopolio en la propiedad de la tierra. La crisis del modelo primario exportador significó el fin de la hegemonía económica de los terratenientes y el mayor poder de los capitales industriales. Esta modificación en las relaciones de fuerza está en el origen de la profundidad de la reforma agraria cardenista.

Al romper el monopolio de la propiedad de la tierra, la reforma agraria sentó las bases para una rápida ampliación de la oferta agrícola. La superficie cosechada, que hasta 1934 había disminuido, aumentó a partir de ese año alcanzando tasas cercanas a 4 o 5% anual, lo que, aun suponiendo un progreso productivo bajo y un efecto neutro en la intensificación de la estructura de la producción, sería suficiente para generar un crecimiento acelerado del producto agrícola.

Política macroeconómica sectorialmente neutra
y auge agrícola (1940-1958)

De 1940 a 1958 el producto sectorial creció a una tasa media anual de 5.8%; en particular, el subsector agrícola progresó a una tasa de casi 7% anual. Este acelerado crecimiento se explica fundamentalmente por tres factores. Primero, la reforma agraria, que rompió los estrangulamientos monopólicos y permitió el crecimiento acelerado de la inversión en la agricultura, hasta entonces bloqueada por el monopolio en la propiedad de la tierra. Segundo, la inversión pública, sobre todo en obras de irrigación, que permitió la incorporación de recursos naturales importantes e incrementó la productividad y versatilidad de las tierras agrícolas. De 1934 a 1950 la inversión pública canalizada al sector agropecuario creció a una tasa de 7% anual en términos reales. Tercero, el comportamiento relativamente favorable de los precios agrícolas.

El primer factor aportó la base social y de organización de los recursos productivos. El segundo mejoró la base natural y favoreció el desarrollo tecnológico. Ambos factores constituyeron la posibilidad del auge de la agricultura. El tercer factor, la valorización relativamente favorable de los productos agrícolas, permitió la materialización de esa posibilidad.

Entre 1930 y 1957 los precios agrícolas se revaluaron 33% respecto al nivel general de precios. Aunque la mayor parte de ese incremento correspondió al periodo anterior a 1943, después de ese año y hasta 1957 los precios agrícolas siguieron el comportamiento del índice general, sin deteriorarse. Por el lado de la demanda, la recuperación internacional y el desarrollo acelerado del mercado interno, en productos que tenían elevada elasticidad-ingreso, permitieron también un fuerte crecimiento de la agricultura.

La reforma agraria, las obras de infraestructura y los precios relativos favorables generaron un importante proceso de capitalización de la agricultura mexicana que posibilitó el auge agrícola.

Política macroeconómica proindustrial
Política sectorial compensatoria

El desarrollo estabilizador

A partir de 1958 se inició el periodo identificado como de desarrollo estabilizador. En este periodo se dio prioridad al estímulo a la iniciativa privada y se acentuó el énfasis en la industrialización como motor del desarrollo económico. La tasa de crecimiento del sector industrial alcanzó una medida anual de 9%, impulsando un crecimiento conjunto de la economía de 6% anual. Se profundizó el proceso de sustitución de importaciones más allá de los bienes de consumo final, hacia los bienes intermedios y de capital. Se apoyó este proceso en una política de desarrollo hacia adentro, basada en un proteccionismo comercial con aranceles elevados y cuotas de importación en numerosos productos.

La política agrícola se transformóv, para hacer corresponder el desarrollo sectorial con los objetivos del crecimiento nacional, sobre todo en lo referente a la estabilidad del nivel general de precios. El freno al crecimiento de los precios agrícolas, además de resultar indispensable para la estabilidad del nivel general de precios, se estimaba conveniente para apoyar el consumo interno y favorecer una mayor productividad a través de la utilización de los recursos naturales en cultivos más intensivos. Es decir, se resolvían los problemas que se habían detectado desde la perspectiva del auge agrícola: presiones en el nivel general de precios derivadas de precios agrícolas elevados; exportaciones subsidiadas de excedentes agrícolas, y la llamada cerealización de los distritos de riego que implicaba la subutilización del potencial productivo.

El modelo de desarrollo mantuvo condiciones macroeconómicas favorables al sector industrial, principalmente a través de la sobrevaluación monetaria y la política comercial proteccionista para el sector. Estos dos factores provocaban el deterioro de los precios relativos de los productos de exportación, en relación con los precios domésticos de los productos no transables. En los precios relativos intersectoriales, el carácter mayoritariamente transable de la producción agrícola y, sobre todo, la menor protección comercial del sector, implicaban una discriminación en contra de los precios sectoriales.

La protección relativa a la industria implicó una desprotección a la agricultura que incidía fuertemente en la estructura de los precios relativos. Por un lado, afectaba los precios agrícolas internos en relación con los precios agrícolas internacionales; por otro, deterioraba los precios agrícolas en relación con los precios de los otros sectores. Las exportaciones agropecuarias se hacían menos rentables; en cambio, las importaciones se veían estimuladas. Estas últimas crecieron a una tasa acumulativa de más de 20% anual.

El sesgo antiagrícola señalado era funcional al modelo de desarrollo vigente. "En los modelos teóricos técnicos bisectoriales de crecimiento económico, los alimentos juegan el papel de bienes-salario y, por lo tanto, se concluye que el mejor modo de estimular el empleo es mantener bajos sus precios en términos reales" (Norton, 1993). Los menores precios agrícolas favorecían la estabilidad de los precios internos, evitando presiones inflacionarias vía costos y manteniendo precios relativos bajos para las materias primas y los bienes-salario, a fin de favorecer el desarrollo industrial. "Cuando los precios internos de los productos agrícolas recibían alguna atención en el pensamiento de la estrategia nacional, la preocupación era mantenerlos bajos" (ibidem, 1993).

No se ignoraba que esta política podría tener efectos negativos sobre el desarrollo agrícola. Sin embargo, explícita o implícitamente, esto encontraba justificación en dos ideas de amplia aceptación en la época. Primero, que el mayor desarrollo industrial generaría un efecto de arrastre capaz de estimular el crecimiento de la agricultura y de los demás sectores económicos. En segundo lugar, que los efectos negativos de la política de precios sobre la agricultura podrían ser compensados a través de apoyos a la producción que significaran menores costos unitarios. Si la agricultura no podía ser estimulada por mayores precios podría serlo a través de menores costos.

Los estímulos compensatorios de la política agrícola se apoyaron en un importante proceso de inversión pública, en el establecimiento de programas de asistencia técnica y de fomento a la producción, así como en la utilización de diversos mecanismos para reducir el costo del crédito, del riego y de los insumos.

Entre 1957 y 1981 la inversión pública canalizada a la agricultura creció a una tasa anual superior a 10%. En el periodo de mayor deterioro de los precios agrícolas, es decir después de 1962, el ritmo de crecimiento de la inversión se incrementó hasta llegar a 13.5% entre ese año y 1981.

Simultáneamente, los subsidios mantenían bajos los precios de los insumos agrícolas. De 1958 a 1972, a pesar del congelamiento de los precios agrícolas, la relación entre los precios de la producción y los precios del consumo intermedio se mantuvo sin deterioro. Posteriormente, a partir de 1973, como consecuencia de la recuperación de los precios agrícolas y del incremento de los subsidios, el diferencial a favor de los precios de la producción agrícola respecto a su consumo intermedio se incrementó significativamente. Aunque los precios agrícolas bajaban respecto al nivel general, se revalorizaban fuertemente en relación con los precios de sus insumos.

Los subsidios gubernamentales, dentro del programa de crédito oficial, representaban entre 40 y 60% del monto del crédito. Los subsidios acumulados a través de este mecanismo significaron cerca de 9% del total del producto interno bruto sectorial. A esto debe agregarse, además, 6% de subsidio vía gasto público en el manejo de las obras de irrigación y las empresas de fomento agrícola. (No se consideran los subsidios canalizados a través de la Conasupo, ni otros dirigidos a través de la comercialización o las agroindustrias del sector público.) Además, los subsidios a los precios de los insumos agropecuarios representaron otro 5% del producto sectorial. En total, los subsidios a través de estos mecanismos equivalían a 20% del producto agropecuario mexicano.

Más que reflejar un abandono del campo, como algunas veces ha sido señalado, esta evolución confirma la incapacidad de la política sectorial para compensar el desestímulo a la inversión privada provocado por el sesgo antiagrícola de las políticas económicas. Por otra parte, la ejecución de la política sectorial compensatoria se vio fuertemente afectada por la polarización existente en el sector agropecuario. En la práctica, esto provocó que el sesgo antiagrícola de las políticas económicas se combinara con un sesgo de la política sectorial en contra del pequeño productor.

El enorme grado de polarización de la agricultura puede apreciarse elocuentemente a través de la concentración del producto por predio. En 1950, la mitad de los predios agrícolas del país con menor producción sólo participaba con 6% del producto agrícola. Para 1960, el porcentaje del producto agrícola que correspondió a esa mitad de predios fue de sólo 4%. En 1970 esta participación bajó aún más, hasta ser apenas superior a 2%. Es decir, 50% de las explotaciones agrícolas del país sólo producía 2% del total del producto agrícola.

Los elevados recursos que se canalizaban a la agricultura a través de los distintos mecanismos de la política sectorial, como la inversión pública en infraestructura, los subsidios en el mantenimiento y operación en las obras de irrigación, los subsidios a la maquinaria y a otros bienes de capital, las subvenciones aplicadas a los fertilizantes y a otros insumos modernos, las tasas preferenciales de crédito y los apoyos más importantes encaminados a disminuir los costos de la producción agrícola, beneficiaron fundamentalmente a aquellos agricultores que usufructuaban las obras de infraestructura, empleaban maquinaria, utilizaban insumos modernos y tenían acceso al crédito oficial; es decir, fundamentalmente al sector empresarial de la agricultura. En contrapartida, la gran mayoría de los pequeños productores, que no se beneficiaban de las grandes obras de infraestructura, ni utilizaban bienes de capital ni maquinarias o insumos modernos, y no tenían acceso al crédito institucional, solamente enfrentaron el freno a la rentabilidad originado por la baja en los precios relativos, sin beneficiarse de los estímulos de la política compensatoria.

Esta política no sólo mantuvo la polarización existente en el sector agropecuario, sino que también la acentuó, beneficiando a los agricultores privilegiados, e incluso en proporción a su grado de privilegio puesto que quienes hacían mayor uso de la infraestructura y la tecnología, o recibían más crédito se beneficiaban de una proporción mayor del subsidio. Al contrario, mientras más atrasados eran los pequeños productores, menos subsidio recibían. Es decir, esta política tenía un fuerte sesgo contrario a los pequeños productores y campesinos.

La política compensatoria tuvo también limitantes en sus efectos dentro de la agricultura empresarial. Las distorsiones, introducidas en los precios relativos a través de los subsidios, provocaron el desarrollo de un patrón tecnológico que utilizaba recursos escasos y costosos para el país en una forma más liberal que la que correspondería a su disponibilidad y su costo real, si éstos se hubieran visto reflejados en los precios relativos. Esto fue particularmente grave en la utilización del riego subsidiado, donde se generalizaron técnicas de irrigación que utilizaban elevados coeficientes de agua, pero con bajos costos de infraestructura propia y de operación a nivel predial. Otras opciones tecnológicas que podrían haber sido más eficientes en el uso del agua con una incidencia relativamente menor en los costos de inversión para el productor, no resultaban rentables considerando que el costo real del agua no se reflejaba cabalmente en la estructura de costos del agricultor. Esta separación entre el productor y los costos reales del agua de riego provocó también graves deficiencias en el mantenimiento de la infraestructura de irrigación.

El mismo efecto distorsionador se presentó en el uso de la maquinaria agrícola, los fertilizantes y otros insumos, los cuales eran utilizados dentro de un patrón tecnológico sin correspondencia con la disponibilidad real de recursos en el país.

Por otro lado, el carácter polarizador de la política compensatoria y la concentración de los estímulos a la tecnificación agrícola en un grupo relativamente reducido de productores provocaron la presencia de rendimientos decrecientes anticipados, ya que el uso de estos medios de producción se presentaba reiteradamente en la misma fracción de la agricultura.

En la comercialización, las distorsiones provocadas por el fuerte grado de intervención agravaron los problemas que implicaba el rápido desarrollo de los mercados agrícolas en condiciones de insuficiente infraestructura, deficiente operación de servicios y polarización económica que prevalecía en los países de la región. Las cadenas de comercialización se desarrollaron sin una sana competencia, mientras se multiplicaban regulaciones tendientes a controlar los márgenes de comercialización y favorecer principios de equidad. Esto también terminó por crear una fronda de controles ineficientes y de enorme costo económico y social.

Sobre estos efectos debe considerarse el desarrollo de lo que se ha identificado como renta institucional. Los productores y comerciantes privilegiados desarrollaban relaciones personales con los funcionarios de las instituciones gubernamentales responsables de las políticas agrícolas, provocándose un funcionamiento simbiótico donde quien conocía las formas de operación institucional tenía cada vez mayor facilidad para continuar recibiendo los beneficios del apoyo oficial; al mismo tiempo, para los funcionarios resultaba más seguro, y en ocasiones más ventajoso personalmente, operar con los mismos productores ya conocidos.

La política agrícola compensatoria fue ineficaz para favorecer el desarrollo eficiente de la agricultura empresarial. Al mismo tiempo, fue altamente perjudicial para los campesinos.

En el caso de los pequeños productores campesinos que cultivaban maíz y frijol, fundamentalmente para autoconsumo, pero que indispensablemente requieren alguna fuente de liquidez para costear los desembolsos monetarios dentro del proceso de producción y consumo, la alternativa más accesible a la mayor producción agrícola es el incremento del trabajo asalariado fuera de la explotación familiar. Para la agricultura campesina es muy importante la relación entre el precio del maíz y el salario que es posible ganar fuera de la parcela familiar. Hasta 1957 la relación del precio del maíz respecto al salario mínimo se sostuvo e incluso fue ligeramente creciente; pero desde 1958 en adelante el índice de precios agrícolas respecto al salario rural cayó rápidamente, y en 1973 sólo era 29% del nivel de 1957.

Una caída de más de 70% en el precio del maíz respecto al salario no podía quedar sin respuesta. Si los agricultores empresariales sustituyeron el maíz por el sorgo, los campesinos sustituyeron la producción de maíz por mayor trabajo asalariado, en lo que se identificó como el proceso de descampesinización.

El principal factor que explica directamente el lento crecimiento del producto agropecuario después de 1958 radica en el comportamiento de la inversión privada. Ésta, en general, seguía el comportamiento de los precios relativos y tuvo por tanto un largo estancamiento, provocando la descapitalización del sector agrícola, a pesar del acelerado crecimiento de la inversión pública y de los subsidios.

La insistencia en reanimar la agricultura a través del apoyo del sector público dio como resultado un sistemático aumento en la participación relativa del Estado en el desarrollo sectorial. Tanto la inversión pública como los subsidios fiscales canalizados al sector crecieron en forma acelerada. Entre 1965 y 1980 la inversión pública realizada en el sector agropecuario creció a una tasa de 12.4% anual en términos reales. En el caso de los subsidios, la tasa de crecimiento es también semejante: 12.5% anual entre 1970 (primer año en que fue posible hacer el cálculo) y 1981.

Al comparar el crecimiento de la inversión y los subsidios con el ritmo de progreso del producto sectorial se evidencia la ineficacia de estos mecanismos. Mientras los recursos públicos canalizados al sector crecían a 12.5% anual, el producto sectorial apenas lo hacía a 2.2%. El crecimiento acumulativo de los apoyos fiscales a la agricultura alcanzó niveles máximos en 1980 y 1981 como consecuencia del auge petrolero y la política estatal expansionista. Esto provocaba un peso relativo cada vez mayor de los apoyos estatales en el desarrollo agropecuario. Al mismo tiempo, la magnitud de los subsidios llegó a incidir significativamente en las finanzas públicas del país.

Desde mucho tiempo antes de la crisis de la deuda externa, la política agrícola era claramente ineficaz, injusta, ineficiente e insostenible. Además de los costos muy significativos en la economía nacional, los resultados productivos eran mediocres y se incrementaba la inequidad.

Aunque en los setenta no se registraron cambios trascendentes en la política sectorial compensatoria ni en el rol de la agricultura dentro del desarrollo nacional, es necesario dar cuenta de algunos cambios en el contexto macroeconómico que tendrían graves repercusiones en la década siguiente.

La inflación, camino hacia la recesión (1973-1977)

En 1973, la crisis internacional del petróleo y la respuesta expansionista de la política económica del país a la recesión mundial rompieron la disciplina fiscal y la estabilidad de precios. El déficit fiscal provocaba el aumento de la demanda agregada y un déficit creciente en la cuenta corriente.

Los requerimientos financieros de esta política macroeconómica, y el interés de la banca privada internacional por reciclar los petrodólares en un contexto mundial recesivo, trajeron como consecuencia el inicio del endeudamiento acelerado con el exterior. Tanto la deuda externa pública como la privada se duplicaron entre 1973 y 1975. La deuda externa pública pasó de 5 500 millones a 11 500 millones de dólares, mientras que la deuda global neta pasó de 6 500 millones a 15 000 millones de dólares. Esta entrada de capital y la sobrevaluación monetaria provocaron el acelerado crecimiento de las importaciones, las cuales aumentaron 30% en el año 1973 y otro 45% en 1974. Los mayores aranceles y las restricciones a las importaciones que trataban de equilibrar las cuentas externas estimulaban el contrabando, agravando aún más el déficit del sector público; ese efecto tenían también los subsidios a las exportaciones, acelerándose un círculo vicioso de desequilibrio fiscal y externo. La relación entre el déficit de la cuenta corriente en la balanza de pagos y el valor de las exportaciones de bienes y servicios pasó de 25% en 1972 a 31% en 1973, 48% en 1974 y 67% en 1975. Si bien la economía nacional continuó creciendo a tasas elevadas durante la crisis internacional de 1973-1974, este fue un proceso de corto plazo; la creciente desconfianza en la capacidad de sostener el tipo de cambio nominal provocó la salida de capitales, haciendo insostenible el desequilibrio externo y provocando la devaluación de agosto de 1976 que llegó a 80% en diciembre de ese año. En 1977 la economía nacional estaba sin crecimiento y con inflación.

Las importaciones agrícolas rompieron largamente todos los récords precedentes. La participación de la oferta externa en la oferta global de productos básicos subió de 1% en 1966 a más de 14%, justamente cuando los precios internacionales de los productos agrícolas registraron una extraordinaria alza provocada, entre otras razones, por las masivas importaciones de la URSS y China. Esto motivó el descongelamiento de los precios agrícolas internos y el acelerado crecimiento del gasto público canalizado hacia el sector. La inversión pública agropecuaria casi se duplicó de 1972 a 1975 y otro tanto ocurrió con los subsidios dirigidos al sector. Estas circunstancias reanimaron la inversión agrícola privada entre 1975 y 1979 posibilitando así los resultados positivos logrados entre 1977 y 1981, si bien en este periodo se presentó uno de los peores años agrícolas desde el punto de vista climático: 1979.

El auge petrolero (1978-1981)

Después del periodo de estancamiento con inflación que culminó con la devaluación del peso, la bonanza derivada de la riqueza petrolera permitió nuevamente amplios márgenes para las políticas gubernamentales.

A partir de 1978 el crecimiento económico volvió a ser sumamente acelerado. La tasa promedio hasta 1981 fue de 8.6% anual en términos reales. Paralelamente a las divisas generadas por las exportaciones petroleras se incrementaron, también, los fondos debido a la mayor deuda externa. Ésta aceleró su crecimiento por encima de la elevada tasa de 27% que había registrado hasta 1979. En 1980 aumentó 33% y, en 1981, 47%. El tipo de cambio volvió a apreciarse fuertemente. Solamente en 1980 el tipo de cambio real cayó 12% y, en 1981, 19% adicional.

Como todos los sectores productivos, la agricultura perdió competitividad internacional. Sin embargo, la holgura presupuestal generada por el auge petrolero permitió aumentar aún más los apoyos fiscales al sector agropecuario. En 1980 los subsidios del sector público aumentaron 54% respecto al año anterior en términos reales; en 1981 aumentaron 10% adicional. La tasa de subsidio sobre el total del producto agropecuario, que ya era muy elevada (alrededor de 15%), subió a 21% en 1980 y a más de 22% en 1981. Aproximadamente la mitad de los subsidios se transferían a través del sistema de la banca rural. Sin embargo, sintomáticamente, la inversión privada neta en el sector decrecía.

Crisis y ajuste macroeconómicos

La crisis de la deuda externa

El endeudamiento acumulado y la fuerte elevación de las tasas internacionales de interés, después de 1977, provocaron el crecimiento acelerado de los pagos de intereses y utilidades. De 1972 a 1982 los intereses pagados crecieron a una tasa de 43% anual, pasando de un nivel de 500 millones a más de 12 300 millones de dólares al año. El freno en el flujo de nuevos capitales a partir de este último año hizo explotar la crisis de la deuda externa.

En 1982 y 1983, por primera vez desde la crisis de los treinta, el producto interno disminuyó en términos reales. A pesar de la recuperación lograda después de 1986, la crisis, el proceso de ajuste y el shock petrolero implicaron que la tasa de crecimiento del producto interno bruto para el decenio de los ochenta llegara solamente a 1.3% anual. Este crecimiento, inferior al demográfico, interrumpió décadas de progreso en el ingreso per cápita. El ingreso por habitante en 1994 fue 2% inferior al alcanzado en 1981. De hecho, la estimación del costo de la crisis en términos del producto por habitante no debiera reducirse a la disminución neta de 2%, pues si se hubiera sostenido el ritmo de progreso anterior, el producto por habitante de 1994 hubiera sido 60% mayor al que efectivamente se logró.

El mayor perjuicio se concentró en la población de ingresos medios y bajos de tal manera que los progresos de los mínimos de bienestar del conjunto de la población, y particularmente de los más pobres, se han revertido durante todo este periodo. A pesar de la recuperación, moderada, registrada entre 1988 y 1994, las remuneraciones medias reales en ese último año fueron 5% inferiores a las de 1982.

La crisis y las presiones recesivas derivadas de los procesos de ajuste implicaron una grave caída en los niveles de empleo formal y estable; se agravó el subempleo y creció el empleo informal. Además, el perfil del desempleo se modificó, afectando grupos particularmente sensibles. Anteriormente, el desempleo estructural y el subempleo se concentraban en los jóvenes que ingresaban a la edad activa y en el medio rural; en cambio, el desempleo provocado por la crisis, sobre todo en los primeros años, repercutió muy severamente sobre grupos que ya tenían empleo, con consecuencias sociales particularmente graves. Por otra parte, de los antecedentes señalados y de datos fragmentarios se estima un fuerte empeoramiento en la distribución del ingreso.

La crisis y el ajuste significaron también cambios mayores en el patrimonio y en la importancia relativa de distintos grupos de agentes dentro de la nueva dinámica económica. La importancia de los activos financieros respecto de la inversión física creció considerablemente; asimismo, los traspasos de patrimonio favorecieron al capital privado respecto del estatal y al capital externo respecto de los capitales nacionales. En particular, la influencia de la banca internacional resultó considerablemente incrementada.

Las nuevas condiciones macroeconómicas

La crisis, al modificar radicalmente la situación de pagos internacionales del país, provocó condiciones macroeconómicas totalmente diferentes a las que prevalecían hasta 1982. El cambio puede sintetizarse en una serie de desigualdades. Hasta 1982 el país podía importar más de lo que exportaba, invertir más de lo que ahorraba, el gobierno podía gastar más de lo que captaba y la sociedad podía consumir más de lo que producía. Después de 1982, los signos de esas desigualdades se invirtieron. México tuvo que exportar más de lo que importaba, ahorrar más de lo que invertía, el sector público debió captar más de lo que gastaba y la sociedad tuvo que producir más de lo que consumía.

Las nuevas condiciones fueron un detonante para las profundas reformas en el estilo de desarrollo económico de México. Para financiar el servicio de la deuda la economía nacional debía generar un superávit comercial, lo que implicaba reducir la absorción doméstica y estimular el desarrollo de la producción de bienes transables.

El ajuste macroeconómico

El ajuste económico descansó en la austeridad fiscal y en la utilización de la política cambiaria que devaluó fuertemente el peso en 1982 y 1983. Se registró una drástica reducción de la inversión pública y simultáneamente se incrementaron los impuestos indirectos y las tarifas del sector público.

El producto interno bruto presentó una tasa negativa de 0.6% en 1982 y de 4.2% en 1983. Las remuneraciones reales cayeron 22% en ese periodo; las importaciones bajaron de 24 000 millones en 1981 a 14 400 millones de dólares en 1982 y a solamente 8 500 millones de dólares en 1983. En un vuelco de más de 17 000 millones de dólares en sólo dos años, el balance de bienes pasó de un déficit de 3 850 millones a un superávit de 13 800 millones de dólares.

El relativo equilibrio externo logrado permitió el apoyo a las políticas de estabilización y de reactivación económica en 1984-1985. La inflación bajó de un nivel de 80% en 1983 a 60% anual. Simultáneamente se recuperó un modesto crecimiento de 3% promedio en esos años.

Este proceso de ajuste paulatino fue interrumpido, primero, por el terremoto de 1985, que provocó daños estimados en dos puntos del PIB y, posteriormente, por la caída de los precios del petróleo en 1986, la que dio origen a un segundo shock sobre la economía nacional, generando la necesidad de una nueva etapa de riguroso ajuste.

El colapso petrolero

La propiedad estatal del petróleo había constituido un apoyo para el proceso de ajuste, ya que la devaluación del peso provocaba el incremento en el valor real del superávit interno del sector público. En esta segunda etapa de ajuste, la caída de los precios afectó simultáneamente la captación de divisas y los ingresos del sector público, lo que exacerbó las dificultades fiscales del ajuste. El desplome de los precios del petróleo volvió a generar agudos problemas de desequilibrio externo y enormes restricciones para el equilibrio fiscal.

La actividad económica registró nuevamente una profunda caída en términos absolutos de 3.8%. El proceso de devaluación llevó al peso a una subvaluación sin precedentes y el tipo de cambio real llegó a ser 60% superior al de 1981. La caída en la demanda interna y el fuerte ajuste en los precios relativos impulsaron un crecimiento extraordinario de las exportaciones no petroleras. De 1985 a 1987 éstas casi se duplicaron, pasando de 6 900 millones a más de 12 000 millones de dólares. Este crecimiento y el estancamiento de las importaciones permitieron que este subsector de exportaciones pasara a financiar prácticamente el total de los bienes importados.

Sin embargo, a pesar de los logros en el equilibrio externo, existía una profunda desconfianza que obligaba a mantener la subvaluación del tipo de cambio y, por lo tanto, a incorporar fuertes presiones inflacionarias. En 1987 la tasa de crecimiento del nivel general de precios llegó a 160% con tendencia a una mayor elevación.

Los logros en el ajuste y el progreso en el equilibrio externo, junto con el diagnóstico sobre la importancia de la confianza para una política de estabilización, llevaron a buscar la incorporación de los distintos agentes económicos dentro de un programa de estabilización de responsabilidad compartida. A fines de 1987, se llevó a cabo el Pacto de Solidaridad Económica (PSE). En contraparte a la austeridad fiscal, el sector privado se comprometió al control de una serie de precios clave y los trabajadores aceptaron el control de los salarios. A la gestión ortodoxa de la demanda, a través de la política monetaria y fiscal, se sumó una política de ingreso que permitió manejar la pérdida de capacidad adquisitiva.

Este programa permitió reducir el déficit fiscal y cortar la tendencia creciente de la inflación. Sin embargo, la salida de capitales continuaba presionando sobre la capacidad financiera del sector público, ya que tenía una deuda interna muy importante. La necesidad de mantener tasas de interés sumamente elevadas provocaba de este modo una trampa de endeudamiento que generaba nuevos requerimientos financieros en un círculo vicioso.

En 1988 el nuevo gobierno amplió la estrategia del PSE con el énfasis en el freno a la salida neta de capitales, a través de la renegociación de la deuda y las reformas estructurales, para buscar la repatriación de capitales y atraer inversiones externas. El nuevo programa, Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento Económico (PECE), tuvo cuatro elementos principales: estabilidad ortodoxa a través de la política monetaria, fiscal y cambiaria; una política de ingresos basada en controles de precios y salarios; la renegociación de la deuda externa aprovechando por primera vez el descuento con que era negociada en los mercados secundarios; y la profundización de las reformas estructurales para recuperar la confianza de los inversionistas y estimular la repatriación de capitales, incluyendo la apertura económica, la desregulación de los mercados, el proceso de privatizaciones y el cambio en el rol del Estado en el desarrollo.

El programa resultó sumamente exitoso durante los primeros años. Prácticamente sin mayor sacrificio en los salarios reales y sin agravar la recesión, registrándose incluso una leve recuperación en la actividad económica, la inflación disminuyó acelerada y firmemente: 30% en 1990; 20% en 1991; 12% en 1992 y sólo 8% en 1993.

Este ajuste heterodoxo para la coyuntura fue acompañado también con una profundización de la reforma estructural. La apertura económica, los procesos de privatización y desregulación, y el nuevo rol del Estado en la economía, configuraron un nuevo marco para el desarrollo nacional.

La reforma estructural

La apertura de la economía

Causas estructurales de la apertura

Para lograr una orientación hacia el exterior, congruente con la necesidad de generar capacidad de pago externo y favorecer un cambio en los precios relativos a favor de los bienes transables, la apertura comercial juega un papel esencial. La protección al mercado doméstico implicaba menor competencia y mayores márgenes de ganancia en la producción para el mercado interno y, por lo tanto, la atracción en la asignación de recursos productivos hacia estas actividades. En cambio, la apertura de la economía genera una ampliación en la oferta, menores precios y mayor competencia, permitiendo disminuir las condiciones oligopólicas y las influencias de grupos de presión organizados dentro de la producción para el mercado interno. Se desalienta así la producción para atender la demanda doméstica, mientras que la producción para la exportación se hace relativamente más atractiva.

La apertura es indispensable para alcanzar la competitividad internacional en la producción de exportaciones y para permitir el acceso a materias primas y bienes de capital a precios internacionales, haciendo desaparecer barreras y protecciones que los encarecían. Además, los contactos amplios con el exterior pueden estimular fuertemente las actividades empresariales, sobre todo en este periodo de transición, a través de nuevos bienes, nuevas tecnologías, nuevos procesos productivos y nuevos mercados que pueden elevar la trayectoria de crecimiento de la economía.

La apertura comercial tiene también un importante efecto positivo en la batalla contra la inflación, al ampliar la disponibilidad de bienes. En ese sentido, resulta muy congruente con la estrategia de estabilización. Recíprocamente, el control del crecimiento en el nivel general de precios es también esencial para mantener la competitividad internacional sin presiones sobre el tipo de cambio.

Otra razón importante para la estrategia de la apertura económica es la necesidad de acelerar la incorporación del desarrollo tecnológico en el país. La integración en una cadena de mercados internacionales implica una fuerte exigencia de adecuación técnica y, al mismo tiempo, posibilita el ingreso acelerado de conocimientos tecnológicos. El ritmo de desarrollo de tecnología en los países industriales es más rápido que las posibilidades de incorporarla en los países en vías de desarrollo. Si el progreso técnico de un país depende solamente de la absorción tecnológica, a través de la tecnología incorporada en productos sustitutivos de importaciones, su rezago relativo aumentará cada vez más. Para acelerar el desarrollo técnico es necesario promover la transferencia tecnológica a lo largo de toda la cadena de producción hacia la exportación (Agosin, 1992).

A pesar de este rol positivo de la apertura en relación con el progreso tecnológico, es importante recordar que las posibilidades de incorporar de manera generalizada el progreso técnico en los procesos productivos tienen una naturaleza endógena y en gran medida dependen de la educación, la capacitación, la formación de la mano de obra y las condiciones de vida de los trabajadores, así como de las características de la estructura empresarial.

La apertura comercial también posibilita la apertura en la cuenta de capital. Anteriormente, en la medida en que el mercado interno estaba protegido, la regulación de las inversiones extranjeras tenía que ser muy rigurosa, ya que éstas solían buscar instalarse en el país atraídas por los beneficios de la protección a la producción interna. En cambio, la apertura de la competencia internacional, conjuntamente con la contracción del mercado interno provocada por la crisis y el ajuste, permiten orientar la inversión extranjera hacia la producción de exportaciones, complementando los escasos recursos de inversión y aumentando la producción de bienes exportables.

Además de estas razones macroeconómicas, la apertura también favorece otra línea importante de la reforma estructural: la modernización del Estado y la desregulación. La supresión de las restricciones cuantitativas y de las barreras no arancelarias evita el aislamiento respecto a los precios internacionales y al mismo tiempo elimina el alto grado de discrecionalidad administrativa, generando reglas más claras y transparentes. A través de la tarificación se fortalece la competencia y la transparencia. Simultáneamente, los beneficios que concentraban algunos importadores se transfieren hacia las cuentas fiscales aunque sea en magnitud mucho menor.

La reducción de la dispersión arancelaria hacia una estructura más simple, de pocos tramos, disminuye los problemas y costos administrativos, es más transparente y es más fácil de fiscalizar. También se reducen las irregularidades administrativas en la clasificación de los distintos bienes importados. Además, entre más general y homogénea es la tarifa, resulta más fácil evitar presiones de diferentes grupos y sectores por tarifas diferenciales y exenciones.

Avances y problemas en el proceso de apertura

El proceso de apertura económica se inició después de una regresión hacia una economía aun más cerrada derivada de las crecientes dificultades en la balanza de pagos —dentro del marco de la enfermedad holandesa—3 durante el auge del petróleo y el fuerte proceso de endeudamiento de 1978 a 1981. Ya en este último año, en un intento por frenar la agudización del desequilibrio externo, habían sido restablecidos la mayor parte de los controles directos a la importación eliminados antes del auge petrolero.

En 1986 se firmó la entrada al GATT y en los años siguientes los cambios en la política comercial fueron muy significativos. La cobertura de los permisos de importación sobre la producción se redujo de 92.2% en junio de 1985, a menos de 18% a fines de 1990. Al mismo tiempo se eliminaron los precios oficiales de importación que reforzaban la política arancelaria. El desplazamiento de restricciones no arancelarias hacia restricciones arancelarias fue complementado con la reducción en el número de tramos del arancel y menores niveles en los mismos.

La dispersión de las tasas arancelarias que iban de 0 a 100% con 16 tasas diferentes se redujo a un rango de 0 a 20% con sólo cinco tasas. El arancel promedio que era de 27% disminuyó a 10% y a solamente 5.6% si se le estima ponderado por importaciones. La liberalización del comercio externo avanzó aceleradamente.

El cambio del papel del Estado en el desarrollo

La crisis de la deuda externa y el colapso petrolero no solamente provocaron el fin del modelo de industrialización basado en la sustitución de importaciones, sino también el del Estado intervencionista y desarrollista. En medio de las condiciones impuestas por los acreedores y las instituciones financieras internacionales para renegociar la deuda externa en los primeros años de la crisis, la deuda externa privada debió ser mayoritariamente estatizada. De esta manera las presiones derivadas del desequilibrio externo fueron trasladadas a las cuentas fiscales. La necesidad de equilibrar el servicio de la deuda con un superávit en el comercio exterior obligaba al gobierno a generar un superávit primario equivalente, a fin de reducir el gasto interno, compensando así la menor disponibilidad de bienes y servicios en el país.

En la práctica, el superávit alcanzado en el comercio exterior no fue suficiente para satisfacer las necesidades del servicio de la deuda, por lo que debió recurrirse a distintas formas de refinanciamiento con los acreedores. Por otro lado, el gobierno tampoco pudo generar un superávit primario tan amplio. La necesidad de atender el servicio de la deuda condujo a mecanismos de endeudamiento interno que presionaron sobre las tasas de interés y sobre el propio equilibrio de las cuentas fiscales, en un círculo vicioso que agravaba las presiones derivadas de la deuda externa. También condujo a un déficit fiscal que provocó fuertes tendencias inflacionarias.

A pesar de los enormes esfuerzos de austeridad, el balance en las cuentas fiscales no pudo lograrse sin una absorción importante de crédito, compitiendo con los agentes privados en la captación del ahorro interno, elevando la tasa de interés y aumentando, en consecuencia, las presiones recesivas. La menor actividad económica debilitaba los ingresos fiscales y los mayores intereses incrementaban el servicio de la deuda interna. Por otra parte, el financiamiento del déficit con mecanismos monetarios implicaba aumentar las presiones inflacionarias generando presiones adicionales sobre el tipo de cambio y salida de capital; la consecuente inestabilidad obligaba a una mayor elevación de la tasa interna de interés.

La necesidad de contraer el gasto, y la rigidez en los recursos que debían destinarse al servicio de la deuda externa e interna, provocaron una fuerte presión sobre la contracción del gasto público. En los primeros años esto afectó esencialmente la inversión; después del shock petrolero también se redujo drásticamente el gasto corriente.

Al concentrarse en la política fiscal el esfuerzo para la recuperación de los equilibrios macroeconómicos, recayó en el Estado la responsabilidad fundamental de la estabilización. Esto condujo a que dentro de las líneas fundamentales del cambio estructural estuviera la reforma del Estado. En ésta se incluye una profunda transformación fiscal que abarca la reforma presupuestaria, la reforma tributaria, la reforma de las políticas sobre la deuda externa y la reforma de las empresas públicas. A esto se suma la repercusión sobre el papel del Estado en el desarrollo nacional, el carácter de las intervenciones, el proceso de desregulación, la desincorporación de empresas públicas y el rol del Estado en la atención a la pobreza y la búsqueda de mayor equidad.

El ajuste fiscal permitió eliminar el déficit del gobierno de varios puntos del PIB. Sin duda a este resultado contribuyeron los ingresos procedentes de la privatización de empresas estatales; pero aun sin considerar esos ingresos, la disciplina fiscal prácticamente habría hecho desaparecer el déficit. En 1994 los ingresos fiscales se habían consolidado como consecuencia de cierta recuperación en la actividad económica y también por la ampliación de la base de tributación. Además se hicieron importantes esfuerzos para reducir la evasión.

Por el lado del gasto, la renegociación de la deuda permitió una reducción significativa de las obligaciones de corto plazo, la que fue apoyada por la reducción en las tasas de interés. En 1991 los pagos de intereses cayeron casi 40% en términos reales respecto al año anterior. En el caso de la deuda interna el pago de intereses durante los años de fuerte inflación significó, realmente, amortizaciones de principal, ya que incluían la corrección por la depreciación monetaria; consecuentemente, la presión de este endeudamiento también se redujo en forma significativa.

En esos años, la reforma fiscal se vio reforzada por profundos cambios en el papel del Estado en el desarrollo. Los procesos de las empresas públicas y la desregulación de los mercados fueron particularmente significativos en este sentido.

El proceso de privatización de empresas estatales

Aunque las críticas —ideológicas u objetivas— a las empresas públicas se habían presentado desde bastante tiempo atrás, éstas no habían conseguido modificar en lo esencial el alcance de este sector. Sin embargo, la crisis y el drástico cambio provocado en las finanzas públicas cancelaron categóricamente las posibilidades de continuar una estrategia de desarrollo con gran participación estatal en las actividades productivas. Se hizo evidente la imposibilidad de mantener el nivel irracional de subsidios a través de las empresas estatales; el deterioro en las finanzas gubernamentales impidió generar nuevas inversiones necesarias, o incluso manejar muchas de las empresas del sector público en forma medianamente eficiente.

A la necesidad de anular los déficit de las empresas estatales, la escasez de fondos para inversiones dentro de las mismas y la presión para reducir el gasto corriente administrativo, se sumó la necesidad de concentrar los escasos recursos del Estado en las áreas donde las diferencias de productividad pública respecto a la privada fueran mayores, como es el caso de la infraestructura física, la inversión en capital humano y el desarrollo social.

El proceso de privatización cumple así varias finalidades: la reducción del gasto fiscal por contribuciones a empresas deficitarias; el incremento de los ingresos fiscales, por lo menos en el corto plazo, permitiendo aliviar presiones de caja; mayor aliento a la inversión privada ante la incapacidad financiera del Estado para asegurar nuevas inyecciones de capital para el desarrollo de esas empresas; un estímulo a la repatriación de capitales; y la liberación de recursos públicos para utilizarlos en la atención al enorme deterioro de las condiciones de vida de la población más pobre, a la formación de capital humano, al desarrollo de infraestructura física y al desarrollo social.

Frente a las razones que fundamentan el proceso de privatización hay, también, argumentos de justificación de la empresa pública que mantienen su validez. En un país con economía altamente polarizada, la empresa pública permite dar un uso productivo al excedente económico derivado del patrimonio nacional en recursos naturales o recursos estratégicos; evita que se generen economías de enclave vinculadas al exterior a través de empresas tan importantes en la economía que vulneren la soberanía nacional; en este sentido, asegura el control nacional sobre recursos patrimoniales y garantiza el cumplimiento de objetivos nacionales; permite resolver en beneficio social el monopolio natural o los monopolios técnicos, y es un mecanismo que puede ser utilizado para resolver fallas de mercado y regular la competencia oligopólica. La empresa pública también puede justificarse en la creación de infraestructura básica no rentable para iniciativas privadas por la presencia de externalidades o por una rentabilidad a muy largo plazo, o en la conformación de un punto de partida para la mayor diversificación industrial, la integración vertical y el desarrollo tecnológico.

Las decisiones respecto a la privatización deben tomarse con base en criterios pragmáticos, orientados a favorecer el máximo beneficio social no solamente en el corto plazo, sino también en la estrategia de desarrollo de largo plazo. Es indispensable superar posiciones ideológicas, reconociendo que la privatización es un medio y no un fin en sí mismo. En algunos casos la empresa pública puede ser el mejor mecanismo para resolver problemas que el mercado no puede superar o que exigirían una regulación demasiado pesada, complicada y vulnerable. En otras ocasiones, el carácter público de alguna empresa y su vinculación con mecanismos corporativos o políticos puede constituir el mayor freno al logro de la eficiencia.

En el caso de las empresas mayores que servían para superar fallas de mercado, la privatización debe prever una adecuada regulación en la operación de la empresa privatizada. El eficaz funcionamiento de los mercados no implica exclusivo juego de las fuerzas libres de oferta y demanda, sino también intervención o regulación activa cuando existen insuficiencias en los mecanismos de competencia.

Por otro lado, el Estado deberá aumentar la eficiencia de las empresas que se mantengan en el sector público abriéndolas más a la competencia, permitiéndoles mayor autonomía respecto del gobierno, estableciendo planes estratégicos de mediano plazo análogos a los de las empresas privadas, disminuyendo las presiones corporativas, evitando la sobredotación de personal y generando una administración técnica que asegure mayor transparencia en su operación y mejores posibilidades de control.

En el proceso mismo de privatización es importante evitar que éste lleve a una mayor concentración de poder e ingreso, ya que en países de economías altamente polarizadas y con mercados de capital poco desarrollados existe un riesgo grande de que los procesos de privatización concentren los beneficios en determinados grupos de interés. Igualmente es importante vigilar las posibilidades de subvaluación en el precio de venta, lo que fácilmente puede ocurrir dado el deterioro de la economía, en especial, del sector público. Además del precio deberían negociarse condiciones de modernización y de inversión a fin de evitar que mecanismos de especulación provoquen el estancamiento de empresas que pueden ser importantes para el desarrollo nacional.

Finalmente, es esencial tener presente que los ingresos generados por el proceso de privatización se obtienen una sola vez y, en cambio, la pérdida patrimonial puede disminuir la capacidad para generar ingresos fiscales en el futuro. Esto implica una atención especial a la utilización de los ingresos derivados de la privatización. Si éstos se utilizan para financiar el gasto corriente, eventualmente se presentará un deterioro en las cuentas fiscales; por el contrario, si esos fondos se utilizan para financiar inversiones rentables o para disminuir el monto de la deuda externa, las finanzas públicas podrían mejorar en el mediano plazo.

A partir de 1988 las restricciones de financiamiento a la inversión pública y la necesidad de atender áreas donde el Estado tiene una clara ventaja comparativa, implicaron la aceleración del proceso de privatización. Entre 1983 y 1988 las privatizaciones afectaron, en general, empresas pequeñas y medianas sin mucha justificación económica o social (típicamente: hoteles, molinos, fábricas de bicicletas, textiles, refrescos y siderurgia). En cambio, a partir de 1988 el proceso de privatización asume mucho más fuertemente el carácter de reforma estructural, involucrando la venta de empresas públicas de mayor importancia tanto por el monto de sus activos como por su papel en el desarrollo. En muchos casos se trataba de compañías de gran tamaño que operaban en mercados no competitivos y, por lo tanto, era necesaria la estructuración de un marco regulador. Este cambio, del Estado productor hacia el Estado regulador, constituye una de las líneas principales en la transformación del Estado y de su rol en el proceso de desarrollo.

El proceso de desregulación de la economía

El cambio desde el Estado productor hacia el Estado regulador se ha dado en un contexto general hacia la desregulación de la economía. En la práctica, significa una nueva forma de intervención en la que el Estado rearma su rol normativo liberando, al mismo tiempo, fuerzas productivas en un contexto de mayor autonomía para los agentes privados.

La desregularización progresó aceleradamente a partir de la recuperación de los equilibrios macroeconómicos básicos y la reducción de la necesidad de controlar los instrumentos económicos y financieros. La relativa liberación cambiaria, y la apertura de la economía, significaron mayor fluidez en el funcionamiento de los mercados y la supresión de muchas trabas y restricciones. Por otra parte, la eliminación o drástica reducción de los subsidios también permitió un funcionamiento menos regulado para los agentes económicos.

El proceso de desregulación se fortaleció también a partir de que la crisis, y las necesidades de ajuste, pusieron en evidencia las profundas desviaciones y rigideces que se habían generado en muchos de los mecanismos de regulación, las cuasirentas administrativas provocadas por la acción estatal sobre los mercados, así como los costos, despilfarros e ineficiencias ligados a muchas formas de intervención económica. En ese sentido, los graves vicios y fracasos que se generaron en varios mecanismos de regulación contribuyeron fuertemente a la necesidad de desregular.

Sin embargo, muchos de los objetivos de la regulación siguen siendo válidos. En cada caso es indispensable evaluar realistamente las posibilidades de una regulación eficiente; en particular, la capacidad de mantener la autonomía para poner, modificar o quitar estímulos, exclusivamente por razones técnicas, sin que se generen presiones acumulativas que introduzcan rigidez a los mecanismos de regulación. A partir de la justificación económica y social de los objetivos de la regulación y de la viabilidad de lograr una operativa eficiente, la regulación puede constituir un instrumento para dar mayor eficiencia a los mercados y favorecer el logro de los objetivos de desarrollo.

El rol del tipo de cambio

En los últimos años, el proceso de estabilización económica, simultáneo a la reforma estructural, empezó a encontrar fuertes dificultades, sobre todo por la apreciación cambiaria. En ausencia de políticas que incentivaran el ahorro y neutralizaran el aumento en el gasto, el flujo de capitales provocó la apreciación en el tipo de cambio, la disminución en el tipo de cambio real agudizó los efectos de la apertura económica sobre la producción nacional.

La experiencia en los países del Sureste Asiático muestra cómo la apertura económica, en combinación con determinada protección selectiva a la producción nacional y fuertes incentivos a la exportación, permitió orientar el aparato productivo hacia los mercados internacionales, manteniendo un ritmo de crecimiento acelerado. La planta productiva encontraba un tipo de cambio remunerativo y estable que estimulaba las exportaciones, tenía acceso a insumos y bienes de capital a precios internacionales que favorecían la competitividad, y se beneficiaba de mecanismos temporales de protección a niveles relativamente bajos que se fueron eliminando gradualmente en la medida que maduraba la capacidad competitiva. Estas condiciones, y el apoyo a través de financiamiento en condiciones preferenciales, permitieron una reconversión productiva profunda pero realizada en forma gradual y protegiendo la capacidad productiva existente.

Las condiciones de la apertura mexicana presenta problemas mucho mayores. Por un lado, se dificulta lograr un tipo de cambio alto y estable que permita moderar la incidencia de la liberalización comercial; por otra parte, las propias dificultades para consolidar la estabilidad macroeconómica generan presiones que hacen más difícil graduar selectivamente el ritmo de la apertura, ante la necesidad de confirmar la decisión política y la irreversibilidad del proceso.

La apertura económica exacerbó la contradicción entre la utilización del tipo de cambio para favorecer una orientación de desarrollo hacia el exterior y su utilización con fines de desacelerar la inflación y fortalecer la estabilidad. La desprotección comercial hacía recaer en la política cambiaria la mayor responsabilidad en el equilibrio con el exterior mientras que, simultáneamente, existían presiones muy importantes para utilizar el tipo de cambio como ancla para controlar el nivel general de precios.

En estas condiciones, la política cambiaria se veía tensionada por dos objetivos contradictorios. Por un lado, a partir de la crisis de la deuda externa y del colapso petrolero, la búsqueda del equilibrio en la balanza de pagos exigía la elevación del tipo de cambio. Por otra parte, para controlar la inflación resultaba importante mantener el tipo de cambio sin modificación.

En los años en que las devaluaciones habían dado como resultado un tipo de cambio real elevado, la subvaluación monetaria provocaba un aumento en los márgenes de ganancia del sector privado impidiendo la estabilidad de precios a pesar de la importante disminución relativa de las tarifas públicas y del estancamiento en los salarios reales. Por el contrario, la disminución en el tipo de cambio real constituyó un factor clave en la desaceleración de la inflación hasta 1994.

Por otra parte, la reducción o eliminación de la protección comercial a la actividad productiva puede verse parcialmente compensada por la elevación del tipo de cambio, lo que permite ir retirando protecciones específicas sin exponer la planta productiva a una competencia demasiado brusca que ponga en riesgo de desmantelamiento la capacidad de producción. La contrapartida de esta ventaja es la rigidez en los márgenes de ganancia de las inversiones privadas, en condiciones de escaso crecimiento o recesión y un mayor peso del ajuste sobre las finanzas públicas y las remuneraciones de los trabajadores.

Las amplias variaciones y la magnitud de la corriente de capitales hacia el país en los últimos años también generan nuevos determinantes de la política cambiaria. Anteriormente el tipo de cambio dependía esencialmente del balance en variables reales, ya que los flujos de capital internacional eran muy reducidos. Pero durante los últimos años, el acelerado crecimiento en los movimientos de capital financiero y el proceso de globalización de la economía mundial han desplazado relativamente los determinantes del tipo de cambio real desde la cuenta corriente hacia la cuenta de capital.

Aunque el financiamiento externo contribuía a agilizar la asignación de recursos hacia la exportación al acelerar el progreso tecnológico, mejorar la inserción internacional del país y adecuar la planta productiva a las nuevas condiciones del desarrollo nacional, la entrada de estos fondos tenía también el efecto de incrementar el gasto interno, elevando los precios relativos de los bienes no comercializables respecto de los comercializables.

Hipotéticamente habría sido más conveniente lograr primero una estabilización, después una apertura apoyada por una protección selectiva que permitiera la transformación de la capacidad productiva y su orientación hacia la exportación y, finalmente, la liberalización del comercio internacional y de la cuenta de capital. Al realizarse simultáneamente la apertura comercial y los esfuerzos de estabilización, el tipo de cambio tendió a apreciarse para combatir la inflación y, por lo tanto, en lugar de contribuir a graduar la competencia de las importaciones, la agudizó. Consecuentemente, el impacto sobre la capacidad productiva fue mucho mayor.

Durante los años noventa el tipo de cambio real cayó drásticamente. Entre 1987 y 1994 el peso se apreció casi 60%. El tipo de cambio real llegó a ser el más bajo desde 1981, cuando se tuvo el récord de sobrevaluación monetaria. Esas condiciones agudizaron el impacto de la liberalización comercial sobre la planta productiva y sobre los equilibrios macroeconómicos. Resultaba así indispensable mantener los flujos de capital para financiar un déficit en cuenta corriente que crecía aceleradamente y que ya era cercano a 8% del producto interno bruto.

Esas condiciones y el manejo de las expectativas económicas convirtieron la aprobación del Tratado de Libre Comercio (TLC) en la mayor prioridad de política y en un refuerzo indispensable para proseguir la estrategia de apertura, tanto por las ventajas para las exportaciones mexicanas a Estados Unidos en contraparte a la apertura comercial de la economía mexicana, como por la confianza en la estabilidad de los flujos de capital.

La agricultura a partir de la crisis de la deuda externa

La crisis, los procesos de ajuste y las reformas estructurales han probado efectos trascendentes en el desarrollo agropecuario. Por un lado, el deterioro en el crecimiento global y en la demanda interna así como los problemas derivados de los desequilibrios macroeconómicos tuvieron un importante impacto negativo en el desarrollo agrícola. En segundo lugar, la apertura económica y la orientación del desarrollo hacia el exterior se presentaron justamente cuando las condiciones internacionales de los mercados agrícolas eran particularmente desfavorables y estaban en marcha importantes negociaciones a nivel mundial. En tercer lugar, la profunda transformación en el rol del Estado ha estado lejos de ser un proceso ordenado y controlado; en gran medida ha estado marcado por el colapso de las finanzas públicas. Esto significó también grandes dificultades para un desarrollo agrícola que en gran parte descansaba en la política agrícola instrumentada con recursos fiscales.

Incidencia de los cambios macroeconómicos sobre la agricultura

El primer efecto de la crisis de 1982 sobre el desarrollo agrícola fue el impacto de la recesión económica general. Al interrumpir un crecimiento económico de varias décadas, la crisis afectó necesariamente a todos los sectores productivos. A pesar de la baja elasticidad del ingreso y el carácter básico de los productos agrícolas, es evidente que ningún sector podía sustraerse a los efectos de una caída en el ritmo de crecimiento económico de un nivel superior a 6%, durante las dos décadas anteriores a la crisis, a solamente 1.8% en los últimos trece años. Aunque en la agricultura los efectos fueron globalmente menores que en otros sectores, en varios rubros productivos con mayor elasticidad del ingreso, como en la ganadería, los efectos negativos de la pérdida de capacidad adquisitiva de la población fueron sumamente graves.

Además, la inestabilidad económica que se registró durante los procesos de ajuste afectó fuertemente la inversión. Los graves problemas derivados de las modificaciones en el tipo de cambio, subvaluado significativamente durante varios años, muy sobresaltado después y otra vez subdevaluado en 1995, generaron dificultades para consolidar procesos productivos estables. Los amplios movimientos en el tipo de cambio real han impedido el indispensable periodo de maduración para la movilización efectiva de los recursos y la reestructuración de las actividades productivas. Durante los años de la recuperación, hasta 1994, la caída del tipo de cambio real, si bien facilitaba el acceso a insumos y bienes de capital, aumentaba las presiones de la competencia externa y disminuía la competitividad de las exportaciones.

Los graves problemas derivados de la insuficiente infraestructura, así como la deficiente operación de los servicios en el medio rural, dificultan la reasignación de los recursos productivos en función de la orientación del desarrollo hacia el exterior. Frecuentemente las exportaciones agrícolas enfrentan cuellos de botella de las cadenas de comercialización. Las carencias en la infraestructura de transformación, conservación y transporte de los productos agrícolas; la irregularidad de los servicios y comunicaciones; la inexistencia de sistemas financieros adecuados, y la deficiente información de mercados constituyen fuertes obstáculos para la reconversión productiva de la agricultura mexicana.

La política monetaria restrictiva, combinada con las dificultades de la deuda interna del sector público y la desconfianza en la estabilidad, provocaron tasas de interés sumamente elevadas que tuvieron un fuerte impacto sobre el desarrollo agropecuario, particularmente en el caso de actividades que requieren inventarios relativamente más elevados, como en la ganadería, donde los costos financieros han tenido graves consecuencias. Esto se presentó simultáneamente a la eliminación de los subsidios en el sistema de crédito agrícola, que había representado uno de los instrumentos más importantes dentro de las políticas de apoyo al sector agropecuario, y a la restricción en los montos del crédito oficial, que era una fuente fundamental para el financiamiento de las actividades agrícolas.

El impacto más grave sobre la agricultura provino del ajuste fiscal y del desmantelamiento de la política sectorial compensatoria. El desarrollo agrícola del país descansaba en gran medida en los estímulos derivados de la inversión y el gasto público.

Durante décadas la inversión pública desempeñó un papel esencial para promover la inversión privada en la agricultura a través de la dotación de infraestructura física al medio rural en obras de irrigación, electrificación, comunicaciones y de la introducción de servicios generales para localidades pequeñas alejadas de los centros urbanos.

Una gran parte de los programas de desarrollo agrícola, como investigación, extensión, asistencia técnica, capacitación, controles sanitarios y apoyos directos a la producción y comercialización, eran realizados por el Estado. Los subsidios, a través del sistema de crédito, de los precios subvencionados y del gasto público en fomento agrícola constituían una base esencial del desarrollo agrícola nacional. Durante los decenios previos a la crisis y particularmente en los años 1980 y 1981, los subsidios del sector público a la agricultura habían crecido aceleradamente. La tasa de subsidio en relación con el producto agropecuario era de 22%, representando cerca de 1.8 puntos del producto interno bruto global.

Como consecuencia de la crisis de 1982, tanto la inversión pública agropecuaria como los subsidios y los gastos en fomento agrícola se redujeron bruscamente a menos de la mitad; y después de 1983 siguieron una tendencia aceleradamente decreciente. Para 1987 el total del subsidio a la agricultura ya era inferior a medio punto del producto interno bruto.

El impacto del ajuste fiscal sobre el sector agrícola fue mucho mayor que el promedio. Al mismo tiempo que se presentaba una fuerte caída en el gasto público global, la proporción del mismo que se canalizaba a la agricultura disminuía rápidamente: de 12% en 1980 a 9.6% en 1983 y a menos de 6% en 1989. Después de ser un sector altamente subsidiado, la agricultura se ve enfrentada a la exigencia de convertirse en un sector altamente productivo y competitivo; sin embargo, simultáneamente, el rezago del medio rural en infraestructura física, servicios y condiciones de vida, lejos de haber sido superado, incluso se ha hecho más grave.

El proceso de desregulación general de la economía mexicana se ha expresado fuertemente en la agricultura, a través del desmantelamiento de controles vinculados a los subsidios de la política compensatoria y la liberalización relativa de los mercados externos e internos de los productos agrícolas. A estos cambios se agrega la reforma estructural en el caso del ejido.

La reforma del ejido

La reforma agraria que creó los ejidos modernos fue el mecanismo para romper las barreras a la inversión productiva derivadas del monopolio en la propiedad de la tierra. Sin embargo, el ejido llegó a convertirse en una nueva barrera al desarrollo de la inversión productiva en la agricultura. Las características de esta forma de tenencia impedían el acceso a fuentes de financiamiento diversificadas, dificultaban posibilidades de agregación de oferta e impedían opciones de intensificación productiva para un desarrollo agrícola mayor.

Después del periodo cardenista, el reparto agrario obedeció mucho más a la necesidad de satisfacer demandas sociales y a paliar los efectos del carácter excluyente del desarrollo que a la búsqueda de mayor eficiencia y productividad. Se distribuyeron tierras insuficientes en cantidad y en calidad, tendiéndose a maximizar el número de beneficiarios a costa de profundizar los problemas de capacidad productiva en la estructura de la propiedad.

Dentro de esta orientación, la agricultura ejidal se desarrolló estrechamente articulada con los numerosos mecanismos de intervención gubernamental en el marco de la política agrícola compensatoria. Las condiciones de excepción, las salvaguardas y los controles derivados de la personalidad del ejido inhibían las posibilidades para un desarrollo agrícola impulsado por la inversión privada.

Aunque los problemas de paternalismo, de corporativismo dependiente y de falta de auténtica participación habían sido evidentes desde largo tiempo atrás, la estructura de subsidios y apoyos permitía mantener la agricultura ejidal en paralelo a la agricultura privada. El colapso del Estado y las severas restricciones provocadas por la austeridad fiscal cancelaron las posibilidades de mantener el apoyo del sector público a la agricultura ejidal. Al desaparecer la política agrícola compensatoria y restringirse el rol del Estado en el desarrollo, la producción en los ejidos dependía fundamentalmente del proceso de inversión privada.

Si bien el ejido ha permitido condiciones de subsistencia para un gran número de pequeños productores y campesinos, la estructura ejidal rígida impedía la vinculación con inversiones privadas capaces de generar la superación de los niveles productivos en el marco de mercados más libres. En el antiguo marco jurídico la inversión privada en la agricultura ejidal era irregular, cuando no francamente ilegal; operaba, así, sobre bases precarias y frecuentemente provocaba condiciones discriminatorias contra los propios ejidatarios. La apertura de la estructura ejidal hacia una mayor responsabilidad y capacidad de decisión resultaba inevitable. La desregulación jurídica del ejido permitirá encontrar diversas soluciones a las particulares condiciones productivas de cada ejido.

La crisis cambiaria (1994-1995)

El grave vuelco sufrido en la economía mexicana y en las expectativas de desarrollo a partir de la devaluación del peso en diciembre de 1994 hacen indispensable un esfuerzo de actualización del análisis, aún cuando las definiciones de política están en marcha y el contexto macroeconómico es muy volátil.

Hasta 1993 la estrategia de realizar simultáneamente las reformas estructurales y los ajustes para la estabilización económica mantuvieron su viabilidad, a pesar de las tensiones que esto generaba. Las prioridades de política, centradas en el control de la inflación y en las reformas necesarias para la integración de la economía mexicana al TLC, provocaban el retraso cambiario y un creciente desequilibrio externo, al que se respondía frenando aún más el deslizamiento del peso a fin de continuar estimulando la entrada de capitales. Si bien esta estrategia entrañaba los riesgos señalados en los capítulos precedentes, aún resultaba posible creer en el éxito de la apuesta. Los flujos de capital permitían financiar el déficit externo y podía mantenerse la esperanza de que las inversiones condujeran a un incremento de las exportaciones que permitiera mejorar la situación de la balanza comercial. De esta manera podría lograrse una integración exitosa en el TLC a niveles de ingreso por habitante muy superiores a los precedentes.

Durante 1994 el contexto externo de la economía mexicana comenzó a variar muy rápidamente. Se consolidaba la recuperación internacional y se estimulaban las inversiones en los países desarrollados; pero, sobre todo, las tasas de interés dejaron los niveles tan bajos que habían mantenido y que hacían particularmente atractivas las colocaciones en México y otros países de América Latina. Esto tendía a debilitar la corriente positiva de capitales.

Los graves acontecimientos políticos ocurridos en México durante ese mismo año y la rápida erosión de la confianza en la estabilidad institucional, y por lo tanto en la estabilidad macroeconómica del país, se presentaron cuando las tensiones en la apuesta estratégica del modelo dejaban muy poco margen de maniobra. El creciente desequilibrio externo y la ausencia de políticas que incentivaran el ahorro interno hicieron recaer todo el peso de los equilibrios macroeconómicos en la entrada de capitales del exterior. Simultáneamente, la inminencia de las elecciones contribuyó a dificultar una corrección en la política y su adecuación al cambio en las condiciones internacionales y a la pérdida de confianza de los inversionistas externos. La salida de capitales fue cada vez más compensada con capitales de muy corto plazo. Esto significaba un cambio cualitativo mayor en las condiciones de una apuesta que tenía en la estabilidad del flujo de capitales la variable fundamental para mantener los equilibrios macroeconómicos. La falta de una respuesta adecuada a esas nuevas condiciones generó un proceso acumulativo de mayor pérdida de confianza y mayor utilización de capitales de cortísimo plazo, y de mecanismos indexados al dólar que hacían cada vez más inevitable el colapso final de la estrategia.

Quizás todavía con posterioridad a las elecciones hubiera sido posible implementar algunas de las medidas que finalmente debieron tomarse, pero se hubiera hecho sin la carga de una devaluación traumática. Hipotéticamente el incremento en los impuestos, la obtención de préstamos de los socios en el TLC y de los organismos financieros internacionales, la elevación de las tasas de interés, la autoridad fiscal y el establecimiento de compromisos concertados, podrían haber conducido a un reajuste más ordenado y a la recuperación de la confianza en menor plazo. En estas condiciones quizás hubiera sido posible corregir el retraso cambiario con un mayor deslizamiento y en una trayectoria que permitiera la rápida recuperación de la confianza. Será difícil saber hasta qué punto los graves conflictos en la sucesión del gobierno impidieron la instrumentación de medidas como las señaladas y una corrección oportuna de la estrategia económica.

En la práctica, la eliminación de la sobrevaluación monetaria realizada mediante una devaluación inevitable ante la amenaza de insolvencia, lejos de permitir la rápida recuperación de la estabilidad de los equilibrios macroeconómicos por la corrección del retraso cambiario, generó una enorme incertidumbre que perjudicó una variable clave para reducir el costo del ajuste: la confianza. De esta manera la corrección cambiaria fue largamente superada por la corrida de capitales, aumentando significativamente la magnitud del ajuste.

La frustración social que ha provocado esta nueva crisis no sólo obedece a la pérdida de nivel de vida; la reacción se ha visto exacerbada por una percepción de engaño respecto al esfuerzo de ajuste previamente realizado. A diferencia de la crisis de 1982, cuando el consenso por derrotar la elevada inflación permitió que el esfuerzo de ajuste llegara a aceptarse como necesario, esta nueva crisis se presenta después de varios años de gran sacrificio y cuando se había desarrollado cierto grado de triunfalismo respecto al éxito del ajuste y de la transformación estructural. Derivada de este descontento generalizado y de los graves síntomas de descomposición en las estructuras de poder, existe la tendencia a cuestionar el modelo aun en los aspectos en que sería totalmente positivo, echando en el mismo saco de culpabilidad el conjunto de las reformas. Esto, desde luego, también está ponderado por las diferencias de intereses en las definiciones del programa de emergencia y de las correcciones al estilo de desarrollo.

Las reformas estructurales obedecieron a una necesaria adecuación del desarrollo nacional a las profundas transformaciones sociopolíticas, económicas y tecnológicas a nivel mundial. Es fundamental que tanto el plan de emergencia para enfrentar la crisis cambiaria como los ajustes más permanentes en el estilo de desarrollo, equilibren la corrección de las deficiencias de la estrategia seguida durante los últimos años con la consolidación de las reformas estructurales de la economía nacional.

Las concepciones básicas de las reformas estructurales, el carácter prioritario de los equilibrios macroeconómicos, el énfasis en la productividad, la eficiencia y la competitividad no deberían ser puestas en riesgo. Sin embargo, la crisis cambiaria ha mostrado que es necesario buscar los complementos que corrijan el modelo de desarrollo. En este sentido, el mero ajuste económico parecería insuficiente. Los efectos y costos de la crisis obligan a buscar los vacíos y fallas que se están presentando en la construcción del nuevo estilo de desarrollo, no solamente en las dificultades para su instrumentación, sino también en el cuerpo básico de su definición.

Esta es la tercera vez en los últimos 20 años que la economía mexicana cae en crisis después de un periodo de flujo positivo de capitales. En 1973 y 1975 la banca privada internacional encontró en México, como en otros países del Tercer Mundo, un destinatario para reciclar los petrodólares en medio del ambiente recesivo del mundo industrializado causado por la crisis del petróleo. En esos años, la política expansiva insostenible del gobierno mexicano llevó a la caída del tipo de cambio real, a la crisis externa y a la devaluación y crisis de 1976-1977. A partir de 1978, la bonanza petrolera mexicana y las bajas tasas de interés en los Estados Unidos alimentaron una entrada de capitales internacionales aún más acelerada que desembocó en la crisis de la deuda externa de 1982. Finalmente, a partir de 1989 la recuperación de la confianza en la economía mexicana por la reestructuración de la deuda externa, la menor deuda interna y el abatimiento del déficit fiscal, más el proceso de privatizaciones, atrajeron nuevamente ingentes capitales que encontraban en México una rentabilidad muy superior a la de las tasas internacionales de interés, que en ese periodo habían vuelto a caer a niveles sin precedente. El resultado final, después del enorme retraso acumulativo en el tipo de cambio y del crecimiento insostenible del déficit en cuenta corriente durante el periodo de entrada de capitales, fue la crisis cambiaria de diciembre de 1994.

Esas experiencias son aún más importantes si se considera que los cambios tecnológicos en telecomunicaciones, microelectrónica e informática que han agudizado la globalización económica y los flujos internacionales de capital, continuarán profundizando esos procesos a tasas aceleradas. Por otra parte, la inserción internacional de México, dominada por su integración al TLC, lo convierte en un destinatario preferente de corrientes de capital, que si bien son modestas comparadas con los movimientos monetarios entre los países desarrollados, alcanzan montos muy significativos dentro del contexto económico nacional. Si se quiere evitar un nuevo ciclo de auge ligado a la afluencia de capitales externos seguido de una nueva crisis con salida de capitales, la recuperación de la confianza deberá ir acompañada de una fuerte disciplina macroeconómica, de una profunda reforma del funcionamiento del sistema financiero mexicano y de políticas eficaces para estimular el ahorro interno.

Simultáneamente, será necesario continuar la profundización de las reformas estructurales de la economía nacional. Dada la situación derivada de la crisis cambiaria, será indispensable el mayor pragmatismo y flexibilidad en la aplicación de reformas, pero éstas no deberían estancarse. Aún hay temas esenciales que deberían ser atacados. En lo político, la separación entre los partidos y el gobierno, la reforma al poder judicial, la lucha contra la corrupción y la democratización de los procesos electorales son absolutamente indispensables. En lo económico, la política fiscal y la seguridad social, la reforma laboral y el corporativismo, la solución a los graves problemas en educación y en salud, la revalorización del medio rural, la efectiva federalización y la desregulación administrativa de numerosos procesos. Por otra parte, el rigor en el manejo macroeconómico, lejos de invalidar las políticas sectoriales, deja un amplio campo de acción que éstas deben llenar dentro de la conducción del desarrollo.

Papel de la agricultura en el desarrollo de México

A partir de la crisis de la deuda externa, los procesos de ajuste, los cambios en el entorno mundial y la globalización de los procesos económicos han provocado profundas transformaciones en el desarrollo mexicano. Si bien todavía hay graves problemas a superar antes de poder identificar un nuevo modelo de desarrollo sostenido para el país, no hay duda de que éste presentará condiciones muy diferentes a las prevalecientes hasta antes de 1982. Se ha configurado un nuevo marco macroeconómico, existen exigencias mucho más rigurosas para la inserción económica internacional y se ha modificado fuertemente el papel del Estado y de los demás agentes económicos.

El rol de los distintos sectores productivos en el desarrollo económico y social también será diferente. En particular los cambios en las restricciones y prioridades del desarrollo agrícola son muy significativos. El modelo anterior ponía énfasis en el crecimiento industrial (de hecho había cierta identificación entre industrialización y desarrollo o entre economías desarrolladas y países industrializados), lo cual provocaba un rol subordinado de los demás sectores. La agricultura tenía como prioridad superar los entrabes al progreso de la industria, derivándose de allí las funciones que se le atribuían al sector en el desarrollo económico: proveer bienes-salario a bajos precios; producir eficientemente materias primas industriales; generar divisas para financiar la importación de bienes de capital para la producción industrial; liberar mano de obra para el mercado de trabajo, y contribuir al crecimiento del mercado interno.

En el nuevo modelo de desarrollo el sector agrícola deberá abandonar el papel de facilitador del crecimiento industrial orientándose, en cambio, a maximizar el aprovechamiento de las ventajas competitivas y su participación en el proceso de acumulación de capital, así como en la consolidación de la democracia nacional.

A la luz de los problemas esenciales del desarrollo, la actualización del análisis de la agricultura en el contexto nacional toma una nueva dimensión. Tanto en la construcción de procesos económicos, sociales y políticos más democráticos como en la ampliación de la base de ahorro interno, el desarrollo rural juega un papel fundamental. La importancia de la agricultura resulta así mucho mayor que cuando se le juzga por el mero aporte sectorial a la formación del producto interno bruto.

La actualización del análisis del desarrollo agrícola a la luz de los cambios provocados por la crisis cambiaria, lleva a conclusiones en dos niveles. Por una parte, a la necesidad de realizar los profundos ajustes que se derivan del drástico cambio en los precios relativos y en la capacidad financiera tanto del sector público como del sector privado; por otro lado, a la identificación de nuevas prioridades en el papel de la agricultura en el desarrollo económico de México.

La política agrícola y los efectos de la devaluación

La fuerte caída del peso frente al dólar y otras divisas puede significar un elemento clave para la recuperación del crecimiento agrícola ya que implica un enorme margen de competitividad para las exportaciones y para la sustitución de importaciones del sector. Sin embargo, los efectos espontáneos de los cambios en los precios relativos sobre la producción agrícola pueden verse fuertemente limitados por las fallas de los mercados y por el desfavorable contexto económico nacional. Ahora es fundamental impulsar una política sectorial que asegure que los cambios en los precios relativos lleguen a los productores agrícolas y que éstos tengan capacidad de respuesta productiva.

La oportunidad de precios atractivos, que puede significar la devaluación, se presenta en forma simultánea con enormes dificultades económicas de los productores, severas restricciones de financiamiento y fuertes distorsiones en el funcionamiento de los mercados. Para maximizar los efectos positivos de la devaluación es indispensable una política agrícola que resuelva los actuales estrangulamientos en crédito, comercialización, infraestructura, servicios, información de mercados, asistencia técnica y abastecimiento de insumos. Sólo dentro de esta política podrán los productores beneficiarse de los mejores precios relativos derivados de la devaluación y reflejar ese estímulo en incrementos de productividad y de producción.

Asegurar una mejor inserción dentro de los mercados agrícolas internacionales es fundamental para el desarrollo agrícola de México. Esto implica la necesidad de un rol muy activo ante los cambios en la inserción internacional global. La pasividad ante la globalización creciente desembocaría en una absorción involuntaria. Es indispensable crear, desarrollar y aprovechar oportunidades dentro de nuevos patrones tecnológicos, nuevos polos de innovación y nuevos mecanismos comerciales y financieros. Asimismo, es básico que la estrategia para la nueva inserción en el comercio internacional de productos agrícolas sea coherente con el nuevo estilo de desarrollo nacional, con las prioridades en materia de soberanía y equidad, y con la preservación del medio ambiente para el logro de un crecimiento sostenido en el largo plazo.

Es también indispensable instrumentar una serie de medidas para evitar una descapitalización exagerada en el caso de los agricultores que producen para el mercado interno. Si bien en los productos que se importan la devaluación significa una mayor protección, hay muchos productos de mercado meramente doméstico, en cuyo caso los agricultores tendrán fuertes dificultades para equilibrar sus mayores costos (por el aumento de precios de los insumos importados y las renovadas presiones inflacionarias) con los precios que recibirán dentro de un mercado fuertemente deprimido. Muchas de estas actividades podrían resultar no rentables en el corto plazo, pero tendrían amplias posibilidades de desarrollarse eficientemente en condiciones normales. En ese caso deberá evitarse la descapitalización excesiva que resultaría del abandono de actividades con potencialidad competitiva.

La revalorización del medio rural

La falta de claridad sobre el papel que debería jugar la agricultura en el desarrollo después de la crisis de la deuda externa ha venido provocando que en muchos de los procesos de ajuste, en los convenios de integración económica y en las reducciones de la inversión y el gasto público, el sector agrícola resulte injustificadamente perjudicado.

En los países desarrollados con dotación de recursos naturales relativamente favorable, como los países escandinavos, los procesos de industrialización se basaron fuertemente en el aprovechamiento de sus recursos naturales. En cambio, en México, como en muchos países del Tercer Mundo, el carácter excluyente del desarrollo provocó la polarización económica y la severa marginalidad social que determinaron el enorme retraso rural e inhibieron el aprovechamiento de los recursos naturales, permitiendo su deterioro por prácticas que dejaron exhausta esta fuente de riqueza por explotarla con exceso.

La combinación de grandes masas rurales pobres, sin capacitación, educación ni condiciones mínimas de subsistencia, junto con la ausencia de una política de compromiso con la sustentabilidad ambiental del desarrollo ha generado una dinámica negativa donde la pobreza y la pérdida de potencial productivo son cada vez más graves en amplias zonas del país, desintegrando la base nacional del desarrollo.

En las condiciones actuales, las posibilidades de actividad económica en esas regiones están lejos de ser rentables y competitivas. Sin embargo, de lo que se trata es de revertir el proceso de deterioro que han vivido por siglos. Lograr que en el mediano y largo plazo muchas de esas regiones puedan ser capaces de participar eficientemente en actividades forestales, ganaderas o agroindustriales reclama un gran esfuerzo y un compromiso de largo aliento para el país en su conjunto. Pero el costo de no hacerlo sería enorme en cuanto a la falta de integración territorial del desarrollo y a la pérdida de potencial productivo. Si el nuevo estilo de desarrollo ha de significar la superación de los problemas de masiva marginalidad social y regional, deberá integrar a la población rural.

En la medida en que los 25 millones de mexicanos que actualmente viven en el campo continúen sufriendo la grave marginación económica y social que históricamente han padecido, y su participación en los procesos políticos siga dándose bajo condiciones especialmente inequitativas, será imposible que la sociedad mexicana en su conjunto pueda construir sólidos mecanismos de convivencia democrática. La incorporación de esta población a los procesos sociales y políticos del país no es una prioridad agrícola o rural, es un imperativo para construir la democracia nacional.

En el futuro, la población económicamente dependiente de la agricultura tendrá que disminuir fuertemente para corregir el desbalance que se presenta actualmente entre una participación de 8% en el PIB respecto a una proporción de 22% en la población económicamente activa. Sin embargo, esto no debe significar una mera reducción en el número de agricultores, que en la práctica sería el simple abandono del campo, sino debe ser el resultado de una profunda transformación en el desarrollo agrícola y rural. No es en absoluto indiferente si 5%, o más de la población, que se desplazará desde la agricultura, lo hace hacia actividades informales en las grandes urbes, agudizando la polarización económica y la marginación social, o bien fortalece el sistema de ciudades intermedias, la integración de las actividades económicas de los diversos sectores y el equilibrio en el desarrollo regional del país.

Permitir el deterioro de la agricultura no solamente iría en contra de las lecciones históricas derivadas de las experiencias en los países desarrollados, sino que provocaría costos sociales, ambientales y finalmente económicos sumamente elevados.

El desarrollo rural es indispensable para una sana política de ocupación territorial, para el freno al desequilibrio urbano, para el control a los problemas de las grandes ciudades (falta de servicios, hacinamiento, delincuencia, tugurización y gigantismo), así como para el mejor aprovechamiento de los recursos naturales, humanos y culturales. También es esencial dentro de la lucha contra la pobreza. La polaridad campo-ciudad sigue siendo una expresión significativa de la polarización socioeconómica de México.

Desde el punto de vista de los recursos naturales y el medio ambiente, el desarrollo económico sustentable también depende en gran medida del desarrollo agrícola y rural. La erosión, la desertificación, la deforestación y la pérdida de riqueza genética están estrechamente vinculadas a las condiciones de pobreza, marginación y discriminación que enfrenta el medio rural.

La dispersión de la población y las dificultades de comunicación hacen particularmente grave la marginación de la población rural. La incorporación de los campesinos a la dinámica del desarrollo es indispensable para la mayor democratización del país.

Considerando tanto las condiciones de la transición como la construcción de un nuevo estilo de desarrollo nacional, resulta indispensable una política de revalorización del medio rural integrada a la política macroeconómica. En este sentido, es fundamental que exista un apoyo que permita realizar esa transición sin agravar el costo social, ya que involucra a los grupos de población más vulnerables, donde los márgenes de maniobra son muy estrechos en relación con los mínimos de bienestar esenciales.

La definición de una estrategia de desarrollo agrícola y rural que incorpore los elementos precedentes implica un análisis a profundidad que identifique los requerimientos sectoriales e intersectoriales para una política agrícola eficaz y que optimice la participación del sector en la solución de los problemas económicos y sociales de México. Sin embargo, es posible señalar algunas líneas esenciales.

Considerando las condiciones de subempleo estructural y la elevada proporción de la población rural, el país no puede permitirse un patrón tecnológico de crecimiento agrícola sin generación de empleo. La creación de empleos productivos para la población rural implica intensos procesos de capacitación, formación de mano de obra, educación y una visión de largo plazo en ciencia y tecnología.

Por otro lado, la crisis y los procesos de ajuste han llevado la desigualdad estructural a niveles sumamente graves. Resulta indispensable dar una alta prioridad a la equidad y mejorar la distribución del ingreso. Para la superación de los niveles de bienestar en el medio rural es indispensable la revalorización de este medio social tanto en aspectos productivos como en sus formas de vida.

Resulta indispensable que con la participación del sector público y de los agentes privados se genere un proceso de inversión en capital humano y en infraestructura física y social en el medio rural. Éste es el requisito fundamental para el progreso tecnológico y la mayor productividad. Al mismo tiempo, dicho proceso permite que los frutos del desarrollo tiendan a ser distribuidos más ampliamente, constituyendo una sólida base para la estabilidad social.

Es igualmente indispensable una política deliberada para aumentar la eficiencia, crear condiciones para construir la competitividad en el mediano plazo y lograr un mejor aprovechamiento de la base de recursos naturales.

Para esto la intervención del Estado en el desarrollo rural sigue siendo necesaria. Sin embargo, la forma anterior generó un intervencionismo excesivo, distorsionado y agobiante que debe ceder espacios a la participación de los habitantes del medio rural en forma mucho más autónoma.

Por otra parte, la revalorización del medio rural implica necesariamente una discriminación positiva en favor de la agricultura campesina. El crecimiento económico general es una condición indispensable, pero no suficiente para la lucha contra la pobreza rural y para integrar a los sectores pobres a un desarrollo sostenido.

En aquellos casos en que la participación de los agentes económicos es sumamente desigual, como ocurre en el medio rural mexicano, los mercados pierden competitividad, eficiencia y capacidad para resolver los problemas productivos convirtiéndose en mecanismos que acentúan la polarización y que demandan intervenciones complementarias cada vez mayores para orientar sus resultados dentro de niveles aceptables de equidad.

Una condición indispensable al sano desarrollo de los mercados, que solamente se logra con la revalorización del medio rural, es la igualdad de oportunidades para los diferentes agentes económicos. El reconocimiento de la enorme desigualdad de oportunidades en la agricultura mexicana fundamenta un conjunto de políticas diferenciales tendientes a corregirla. Los efectos de esta revalorización van mucho más allá del freno a la migración del campo a la ciudad. En el fondo "la multiplicidad de formas que toman los efectos positivos de la revalorización del medio rural, si fueran debidamente valoradas, justificarían en sí mismas el proceso de inversión para esta finalidad. Se reducen los costos de los programas directos de asistencia social, se aumentan los ingresos públicos recaudados por la expansión de la producción y se incrementa el potencial productivo de las generaciones futuras, en un efecto multiplicador de retención de la población rural en su medio actual y de generación de empleo productivo e ingreso. Al mismo tiempo se logran importantes efectos positivos en la preservación del medio ambiente. Transformar a los campesinos en guardianes activos del patrimonio natural es hoy día una alternativa prioritaria en la orientación de la inversión en los espacios rurales" (Echenique, 1993).

Por el contrario, los costos que acarrearía la ausencia de inversiones suficientes para impulsar el proceso de revalorización rural serían muy grandes. Por un lado, el éxodo campo-ciudad implica desequilibrios regionales esenciales, así como elevados requerimientos de capital por la necesidad de generación de empleos y la necesidad de servicios urbanos y de vivienda; pérdida de recursos naturales y fuertes costos de impacto ambiental en las grandes ciudades; agudización de conflictos sociales por el descontrolado crecimiento urbano o la emigración internacional e importantes costos inherentes a la polarización socioeconómica y la marginación.

Finalmente, en su sentido más profundo, la revalorización del medio rural es más que la mera reducción de la pobreza rural; significa rescatar para el desarrollo nacional un enorme potencial natural, humano, cultural y social que constituye una de las formas más importantes de la riqueza de México. v

Bibliografía

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CESPA, El desarrollo agropecuario de México. Pasado y perspectivas, CEPAL-SARH, México, volumen VII, 1984.

Echenique, Jorge, Políticas diferenciales, FAO, mimeo, 1993.

Gómez-Oliver, Luis, La agricultura en el contexto del desarrollo nacional, FAO, mimeo, 1993.

__________, La política agrícola en el nuevo estilo de desarrollo latinoamericano, FAO, Santiago de Chile, 1994.

Norton, Roger, Integración de la política agrícola y alimentaria en el ámbito macroeconómico en América Latina y el Caribe, FAO, Estudio Económico y Social 111, Roma, 1993.


Luis Gómez-Oliver es Oficial Regional de Planificación para el Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación de la Oficina Regional para América Latina y el Caribe en Santiago de Chile.

1 En el presente texto se utilizan ampliamente otros trabajos del autor. En particular, la publicación de La política agrícola en el nuevo estilo de desarrollo latinoamericano, FAO, Santiago, Chile, 1994, así como un texto sobre el mismo tema de este ensayo preparado en diciembre de 1993, en el ámbito de los trabajos del proyecto FAO UTF/MEX/030/MEX, La agricultura en el contexto del desarrollo nacional. Para algunas partes históricas se utilizó el documento CESPA, SARH-CEPAL, El desarrollo agropecuario de México. Pasado y perspectivas. México, volumen VII, 1994.

2 Diversos analistas han señalado la ausencia de democracia real en el sistema político, la enorme heterogeneidad productiva y la grave marginalidad social de sectores significativos del país.

3 Término que se refiere al efecto negativo causado en la economía por el boom exportador de un solo producto. El importante flujo de divisas provoca un tipo de cambio muy por debajo de lo que indicarían los cálculos de poder de compra, de manera que los precios internos de todos los bienes y servicios calculados en dólares resultan muy elevados comparados con los prevalecientes en otros países. Esto resta competitividad al conjunto de las exportaciones y estimula las importaciones.