Los desafíos del nuevo marco normativo agrario*

Cassio Luiselli Fernández

Estamos hoy en una nueva etapa de la vida agraria nacional. Con las reformas al Artículo 27 constitucional y la Ley Agraria reglamentaria hay un marco normativo enteramente distinto que propiciará cambios muy profundos en la estructura agraria del país y cuyos efectos habrán de sentirse con intensidad hacia mediano y largo plazo.

Como en todo proceso de ruptura y discontinuidad nos enfrentamos a retos, riesgos y oportunidades que resulta imperativo tratar de conocer. Justamente porque es preciso minimizar los riesgos y aprovechar las oportunidades con la responsabilidad y el sentido de compromiso que el momento reclama.

En este documento destacaremos sobre todo el papel fundamental que le corresponde jugar a la pequeña unidad de producción agrícola en esta nueva etapa de la vida agraria nacional. No sólo afirmamos que las pequeñas explotaciones agrícolas tienen viabilidad, sino más todavía, que son la clave para reanimar productivamente al campo y a la vez atender a las necesidades nacionales de combatir la pobreza, generar empleos y reactivar el mercado interno. Además, las pequeñas unidades de producción, ahora con múltiples posibilidades de asociación y de hacer agricultura de contrato, pueden integrarse hacia adelante en la cadena producción-distribución y así enfrentar los desafíos de la apertura económica y del Tratado de Libre Comercio (TLC).

La gran empresa agrícola tendrá también un papel que jugar, pero éste habrá de operar bajo premisas técnicas y gerenciales muy diferentes; en todo caso, su importancia numérica y su aporte al empleo y la producción de alimentos será siempre menor que el de la pequeña agricultura. No nos ocuparemos mayormente de ella en este texto.

Así pues, pensamos, es necesario pugnar porque el nuevo marco regulatorio del campo abra un amplio espacio para las pequeñas unidades de producción agrícola. En el éxito o fracaso de las mismas está, justamente, el poder disminuir los riesgos y aprovechar las oportunidades de la nueva realidad agraria. Los riesgos son evidentes: hay una situación mucho más fluida, que requerirá continuos ajustes, y ello puede marcar aún más la desigualdad ya existente en nuestra estructura agraria. Pero las oportunidades son también formidables y pueden ser positivas al abrirse una gama amplia de facilidades para formas de organización productiva autónoma y mecanismos para la acción colectiva de los campesinos.

Nuestros campesinos son ahora libres de asumir sus propios riesgos y están expuestos a la posibilidad de éxito o fracaso. Toca desde luego al Estado estar alerta y mostrar decisión y agilidad suficientes para asistirlos. En ningún momento se puede suponer que el nuevo marco normativo, por sí mismo, va a resolver los problemas y a propiciar una estructura agraria más igualitaria: el gobierno debe estar cerca de los campesinos atendiendo sus reclamos de justicia y sus nuevas necesidades de organización y reestructuración productiva.

Es preciso reflexionar que en el campo habrá nuevos agentes económicos y que el mercado tendrá funciones en ámbitos que hasta hace poco parecían impensables: se pueden, por ejemplo, transmitir a título oneroso derechos de propiedad y rentar parcelas. Esta nueva situación hará que la entrada y salida de productores a las parcelas y empresas agropecuarias sean más dinámicas y flexibles. Por ello, también es preciso conciliar eficiencia con justicia e igualdad.

Con el nuevo marco legal y las recientes reformas económicas nuestra estructura agraria habrá de transformarse profundamente. Procuremos que este proceso permita suficiente flexibilidad a las empresas del campo para poder así asumir el reto de modernizarse. Es importante insistir en la necesaria flexibilidad de las empresas y otras figuras institucionales porque el cambio tecnológico, así como las abruptas modificaciones en los precios relativos (internos y externos) y las cambiantes necesidades del financiamiento del mercado, requieren mucha más sensibilidad para enfrentar la competencia. Por eso hablamos inclusive de una nueva plasticidad institucional que permita, como nunca antes, cambiar las escalas de producción, adoptar tecnologías y formas de organización diferentes según las cambiantes exigencias del entorno.

Cabe pues preguntarse ¿cuáles podrían ser las características esenciales de la nueva estructura agraria? En general, aceptamos que la situación va a cambiar profundamente pero que no se puede anticipar con precisión cuál será dicha estructura, ni tampoco determinar la velocidad de su cambio.

Pero en todo caso precisamos, aunque sea de manera general, de una visión normativa de una nueva estructura agraria, justamente para desarrollar estrategias para la acción pública y para apoyar las acciones de los campesinos. Se trata de saber hacia dónde queremos avanzar, no de entender y normar a priori una estructura que va a ser espontáneamente modificada y organizada por los propios campesinos. Justamente ese es el cambio en el marco normativo: hay más libertad de acción y más espacio para la iniciativa a nivel de los propios productores. Se trata, en suma, de prefigurar escenarios alternativos y cuáles serían los riesgos o desviaciones en la estructura agraria que queremos evitar.

La situación de partida

Hasta cierto punto vamos a tierra incógnita, pero partimos de una situación concreta y harto conocida: nuestra dispar estructura agraria. Tomemos tres de sus rasgos centrales para definirla y considerarla como punto de partida. Estos tres rasgos dominantes están orgánicamente vinculados y son: la persistencia de una estructura agraria marcadamente polarizada o bimodal, en medio de una gran pobreza campesina; la prevalencia del minifundio como la forma de organización productiva generalizada del campo mexicano, y el hecho de que el mayor contingente de campesinos del país está conformado por jornaleros sin derechos establecidos sobre la propiedad de la tierra. Es solamente a partir de esta situación estructural real que debemos intentar visualizar nuestras opciones y soluciones futuras. Veámosla con detenimiento:

Primero. Por lo que respecta a la bimodalidad, sabemos bien que nuestra estructura agraria se compone de dos subsectores claramente diferenciados; por un lado, un sector relativamente pequeño pero creciente de agricultura comercial, conformado por productores medianos y grandes, relativamente bien integrados en sus cadenas productivas y que han aprovechado bien las oportunidades del mercado interno y externo. Por otro lado, un polo que podemos llamar el núcleo campesino, que conforma el mayor conglomerado de productores del campo, generalmente asentados en zonas de minifundio y de menor capacidad agrícola, con escaso acceso a crédito e insumos modernos. Son productores sobre todo de maíz, frijol y alimentos de consumo popular. Este núcleo campesino que comprende alrededor de 18 millones de personas es también el segmento más pobre de la sociedad mexicana. Sin hacer aquí un recuento minucioso de nuestra estructura bipolar conviene mencionar que, según lo que se señala en el Censo de Población y Vivienda de 1990, justamente los indicadores de atraso y pobreza más severos se dan en estados donde prevalece la pequeña agricultura campesina e indígena de minifundio; sobre todo en el centro y en el sur del país (notablemente Guerrero, Oaxaca y Chiapas). Esas zonas muestran un rezago en términos de la transición demográfica que ya vive el país. Son zonas de gran pobreza, pobladas por gente joven y todavía con muy alto crecimiento demográfico. Esta estructura bimodal expresa los principales obstáculos a la transformación con equidad que queremos no sólo de la agricultura sino de la sociedad rural en su conjunto. De contar, en el caso contrario, con una estructura agraria más igualitaria o unimodal, tendríamos un factor esencial para la transformación productiva con equidad, como se dio en países que tuvieron una situación de origen más desventajosa que la de México, tal como es el caso de Taiwán, Corea e inclusive de algunos países latinoamericanos.

Segundo. Respecto a la prevalencia del minifundio, se hace necesario decir que debemos tomar en cuenta que más de dos terceras partes de nuestras unidades productivas son minifundios menores de cinco hectáreas: más de dos millones de unidades de producción. El minifundio constituye, pues, el núcleo de nuestros problemas rurales de pobreza, improductividad y degradación de nuestros suelos y recursos agroecológicos. En cualquier estrategia productiva socialmente eficiente debe plantearse la liquidación progresiva del minifundio.

Tercero. Tenemos más de tres millones de jornaleros agrícolas, el segmento más numeroso del campesinado mexicano, que no cuenta con derechos de propiedad ni laborales permanentes. Es una ironía que después de una larga reforma agraria tengamos hoy en números absolutos y relativos más campesinos sin tierra que al inicio de la misma. No habrá reactivación agrícola exitosa, y a la vez socialmente admisible, si no se logra disminuir con acceso a empleos y recursos el número de jornaleros. Con ello, además, estaremos mitigando la migración del campo a la ciudad.

Pero el nuevo marco normativo puede aprovecharse propiciando la absorción de jornaleros, justamente en figuras novedosas de asociación y contratación. Es lo que permitiría mayor empleo y mejores condiciones para los mismos, incorporados también en procesos de capacitación y organización.

Este es, pues, el marco ineludible de partida. Son estos tres rasgos los parámetros que nos deben hacer anticipar con realismo las condiciones de la evolución agraria del país. Sólo a partir de ellos podemos prefigurar con objetividad cuál pudiera ser una estructura normativa económicamente posible y socialmente deseable para el campo mexicano.

Conviene postular entonces un objetivo básico: buscar gradualmente una estructura agraria unimodal donde, en contraste con la situación actual, las diferencias entre los productores más grandes y los más pequeños sean, en los promedios y en los extremos, mucho menores. Simplemente, se trataría de que el minifundio no fuera más la modalidad básica de los productores, sino pequeñas y medianas explotaciones unifamiliares y multifamiliares, preferentemente y en condiciones de productividad comparable con las empresas más grandes. Para decirlo sencillamente, se trata de lograr una estructura más pareja de productores del campo. Desde luego, esto se hará no sin enormes esfuerzos y con mucho tiempo. Lo importante en este momento es aprovechar las nuevas circunstancias y empezar a transitar hacia dicha estructura unimodal.

Una estructura unimodal disminuiría drásticamente la polarización y el núcleo de producción del sector agrícola de México serían pequeñas y medianas empresas; el mejor antídoto contra la pobreza extrema y contra la degradación de los recursos naturales y humanos que ahora sufre el campo mexicano.

Hacia una estructura unimodal

A riesgo de resultar esquemático, consideraría por lo menos tres frentes de acción estratégica como los principales para propiciar el cambio estructural hacia la unimodalidad agraria. Me refiero a inducir y privilegiar activamente a las pequeñas unidades de producción, tanto ejidales como de pequeña propiedad; a desarrollar un programa masivo de combate al minifundio y, sobre todo, alentar el surgimiento y conformación de lo que podríamos llamar desde ahora el nuevo ejido.

Los vínculos entre estos tres frentes de estrategia son evidentes: hay que propiciar una mayor convergencia entre las formas de tenencia; es decir, que un pequeño propietario o un ejidatario tengan condiciones de producción y un tratamiento igual ante la ley que los vaya haciendo indistinguibles, así como ubicar en la pequeña unidad familiar de producción el nexo productivo básico. Es importante tender puentes y que las distintas formas de tenencia puedan ir gradualmente convergiendo; con eso se estarían alentando formas de cooperación y de organización mucho más flexibles, tal como abrir aparcerías y contratos de renta, lo que crearía más empleos en unidades de producción rentables. También se deben consolidar con nitidez las figuras de derecho de propiedad; la indefinición de un título de propiedad castiga directamente a los campesinos, tanto pequeños propietarios como ejidatarios. Ello hará que los contratos y los convenios de compra-venta y de arrendamiento sean respetados y no se presten al abuso y, además, puedan iniciar un proceso sostenido y creciente de inversión y capitalización, para hacer frente al minifundio.

Veamos pues los tres elementos centrales de esta estrategia hacia la unimodalidad:

Primer frente estratégico: estimular a las pequeñas unidades de producción

Si partimos de la bimodalidad actual y de la prevalencia del minifundio, resulta obvio que la siguiente etapa de nuestra dinámica agraria debe iniciar una transición hacia empresas familiares pequeñas y medianas; por otro lado, la demografía del país, y en particular la rural, apuntan hacia una creciente estabilidad de la población del campo, lo cual es favorable para estabilizar el número de pequeñas y medianas propiedades que proponemos. Pronto nuestra población rural, que ha decrecido en términos relativos, lo empezará a hacer en términos absolutos. Es importante anticipar cuál puede ser entonces nuestra estructura agraria y propiciar que se constituyan unidades de producción pequeñas y medianas y no minifundios; esto se vincula al problema del desempleo y subempleo rural y a la estacionalidad propia del trabajo agrícola, que ahora puede hacerse sin necesidad de violar leyes y sin inducir la migración del campo a la ciudad: hay que hacer que las formas de propiedad permitan a los jóvenes —y esto lo impedía el anterior marco legal porque establecía una prolija secuencia para tener acceso a derechos de propiedad o de posesión simplemente— acceder legalmente a la tierra y trabajarla en pequeñas empresas, ojalá como propietarios, pero también como aparceros y asociados. Este es realmente el más poderoso instrumento contra el minifundio y la improductividad.

Ante el nuevo marco legal creemos que las pequeñas unidades de producción unifamiliares y multifamiliares son las idóneas para generar empleo e inducir la equidad (unimodalidad). Es difícil precisar aquí lo que entendemos por una pequeña unidad familiar o una pequeña empresa agrícola, pues los economistas no hemos logrado consenso respecto a cuál debe ser un tamaño óptimo de parcela. Si bien en el interesante debate que el tema suscita ha cobrado preponderancia la tesis de que las pequeñas unidades tienen mayores ventajas respecto de las grandes, porque son más flexibles y capaces de absorber empleos y tecnología, sin embargo, conviene aclarar que esto no es un precepto de validez universal. No podemos tener criterios absolutos ni maniqueos, sino sólo proponer recomendaciones genéricas respecto a las ventajas de las pequeñas unidades de producción.1 Aun cuando resulta difícil precisar el concepto de parcela óptima, debemos también relativizarlo a nivel de las diferentes estructuras y superficies entre nuestro estados: no es lo mismo una parcela pequeña en las condiciones de Chihuahua o en las tierras semiáridas del norte mexicano, que en Puebla, Veracruz o Oaxaca. En todo caso, podemos afirmar que en general la pequeña y mediana propiedad en un rango de 15 a 50 hectáreas (de buen temporal) pudiera ser la adecuada para la agricultura; quizá podamos aventurarnos un poco más y decir intuitivamente que las unidades de producción de alrededor de 25 hectáreas en promedio serían las más adecuadas. Podríamos señalar el límite inferior entre cinco y 15 hectáreas y el superior alrededor de 100 hectáreas. Esto varía muchísimo, sobre todo si hablamos de zona de riego o de temporal, y de acuerdo con las circunstancias geográficas y de recursos de los distintos estados de la República. Lo que conviene destacar aquí es que las unidades de producción, ahora mayoritarias (con una superficie menor a cinco hectáreas), deben irse consolidando en unidades mayores que en promedio transiten al rango medio de entre 20 y 25 hectáreas.

Definimos pues, de forma genérica, a estas unidades como parcelas productivas preferentemente unifamiliares y aun multifamiliares. Creemos que habría que trasladar ahí el objeto de la política y la programación agrícola, dejando ya a un lado la superficie deseable entre cinco y 25 hectáreas. A partir de los minifundios se puede llegar gradualmente a este tipo de parcela o unidad productiva.

En México son las parcelas productivas unifamiliares las que en esta etapa tienen más viabilidad de invertir, crecer, asimilar tecnología, empleo y asumir riesgos. Esto vale tanto para las parcelas ejidales como para las de pequeña propiedad. Por decirlo de otra manera, estaríamos alentando la formación de una pequeña clase media rural, productiva y empresarial y, sobre todo, autosustentable, aquella que Antonio Soto y Gama llamara de rancheros (o la vía farmer).

Visto como un proceso, se deberían ir asimilando gradualmente las parcelas del minifundio procurando reagrupar las categorías que el Censo denomina familiares y multifamiliares medianas, con aquellas denominadas de infrasubsistencia y subsistencia. Revertir las condiciones de minifundio y otorgar más estímulos y responsabilidad a las parcelas productivas unifamiliares, son el sentido y el objetivo de nuestra propuesta. Por eso, la programación microeconómica de la política agrícola debe partir de dichas unidades y convertirlas en sujeto de las políticas de insumos, crédito, extensión, tecnología y capacitación. Este grupo de campesinos, pequeños y medianos, analizado así por el tamaño de sus unidades, creció desde 1950 a 1970; posteriormente, aunque tenemos datos poco confiables, se presume que por la misma crisis agrícola hubo un proceso de re-versión hacia el minifundio.

Es ahora el momento de recuperar la dinámica agraria en favor de estas pequeñas y medianas unidades unifamiliares. A ello concurren las formas de arriendo y aparcería que se practicaban —antes de la nueva legislación— en forma extralegal, penalizando con ello la parte más débil en cualquier contrato. Los contratos de arrendamiento y la absorción de trabajadores asalariados no deben, sin embargo, verse como la solución de los problemas agrarios: hay que privilegiar la propiedad misma de las pequeñas parcelas. Sin embargo, los contratos de arriendo y aparcería tienen la ventaja de dar acceso a la tierra y, por lo tanto, empleo a muchos jornaleros que, como hemos visto, no tienen por ahora derechos de propiedad ni acceso a la tierra por otras vías. Por otro lado, son una forma de compartir riesgos. Y esto es importante en el caso de la agricultura de temporal en México. Asimismo, también puede ser un mecanismo para cofinanciar cosechas, pero los contratos de arrendamiento y aparcería se deben asimilar al modus operandi de las pequeñas unidades de producción. Estos contratos deben ser sencillos y buscar que no penalicen al arrendatario y, al mismo tiempo, evitar que los titulares de la tierra sean contratados en sus propias parcelas como peones. Deben estipularse contratos cortos renovables a periodos sucesivos y que simplemente se registren ante las autoridades agrarias y se sometan al imperio de las leyes mercantiles y civiles. Deben tener un estatuto fiscal simple para evitar evasión y para no eludir su registro, privilegiando y garantizando la observancia de los contratos. Ello debería reglamentarse, idealmente, de acuerdo a las condiciones de cada estado del país.

El nuevo marco normativo hay que inscribirlo en una fase de nuestra reforma agraria que busca, sobre todo, la consolidación y el perfeccionamiento de las formas de propiedad y el acceso a derechos sobre las mismas por el mayor número posible de campesinos. Por esto, debemos ser particularmente cuidadosos de no permitir un acaparamiento indebido de superficies; es central en esta propuesta eliminar cualquier posibilidad de que resurja, por cualquier vía, la gran propiedad latifundista, sobre todo porque ahora se permite la transferen-cia onerosa de parcelas ejidales.

¿Y qué de la gran explotación? Se habla de la necesidad de contar con grandes explotaciones capaces de lograr economías de escala y gran capacidad tecnológica y financiera para asumir el reto de competir en los mercados del exterior, sobre todo a la luz del TLC. La literatura reciente y distintos estudios empíricos se muestran escépticos sobre la presencia de economías de escala en la agricultura, incluso en ciertos productos agroindustriales y de plantación. Hayami y Ruttan, en su célebre libro sobre el desarrollo agrícola internacional, señalan que no hay evidencia de rendimientos crecientes en escala en una muestra muy amplia de países.2 Más recientemente el propio Hayami, en un estudio de las Filipinas,3 señala esencialmente lo mismo: las economías de escala, definidas como costos decrecientes por unidad de producción conforme aumenta el tamaño de las unidades productivas, no han podido ser verificadas empíricamente en cultivos tales como azúcar, café, cacao y árboles frutales. Pero esto es, sobre todo, para la producción agrícola en sí misma. Sin embargo, para algunos cultivos en las fases de transformación y de distribución sí pueden resultar importantes, así como también en algunas tareas como control de plagas y enfermedades.

Pensamos, en consecuencia, que una provisión adecuada de insumos, crédito y capacitación puede habilitar a las parcelas pequeñas unifamiliares para produ-cir la mayor parte de los cultivos que requiere el mercado y hacerlo con eficiencia y competitividad. En todo caso, en donde se requieran realmente economías de escala, se pueden lograr a través de asociaciones de productores e, incluso de productores con agroindustrias establecidas que les den escala, mercadeo y compartan riesgos y financiamientos. Aquí es donde las formas, por lo demás conocidas en México, de agricultura por contrato, necesitan ser definidas y precisadas, justamente para inducirlas en las pequeñas parcelas unifamiliares y hacerlas eficientes y competitivas en las fases críticas de distribución y mercadeo. La agricultura por contrato es adecuada para lograr acceso a los mercados, incluso los internacionales, insumos tecnológicos y crédito; también, es un mecanismo útil para dispersar riesgos y para tener aseguradas las fuentes de abastecimiento. Ello permite lograr la integración vertical en las agroindustrias; sin embargo, es preciso reconocer que son más útiles mientras más perecederos sean los productos y mientras más importante sea el valor que se agregue al producto en las etapas finales de transformación y distribución. En todo caso, la agricultura por contrato debe tomar en cuenta las necesidades de equidad y eficiencia, y los contratos deben ser explícitos y claros.

En resumen, la agricultura por contrato puede ser un muy útil suplemento a la estrategia de desarrollo basado en las pequeñas unidades de producción, principalmente, porque puede proveer insumos, información técnica, de mercado y crédito. Así, de alguna manera se compensan las posibles ventajas del tamaño de las unidades mayores.4

Segundo frente estratégico: un programa masivo de combate al minifundio

El nuevo marco legal y una política macroeconómica adecuada y estable pueden ser la condición necesaria, mas no suficiente, para alterar y revertir el estado del minifundio. Señalamos antes que el minifundio resulta hoy la forma prevaleciente de la agricultura mexicana, esto es, alrededor del 70% de las unidades de explotación son minifundios, si definimos éstos como unidades menores de cinco hectáreas, aunque hay una mayoría incluso menores a una hectárea. Si bien es cierto, como dijimos en el apartado anterior, que el concepto de parcela óptima es, en el mejor de los casos, relativo, resulta evidente que por debajo de un mínimo crítico de superficie es muy difícil contar con unidades agrícolas rentables provistas de insumos y tecnologías adecuadas. Se puede debatir que el máximo de superficie para clasificar una unidad productiva como minifundio sea de cinco hectáreas. Aceptamos que se trata de un criterio un tanto arbitrario, pero hay una evidente rigidez e inviabilidad básica en unidades extremadamente pequeñas, toda vez que en México prevalece la agricultura de temporal con altos grados de riesgo e incertidumbre productiva. Así, el minifundio considerado como tal a partir de unidades menores a cinco hectáreas de temporal (y su equivalente en riego, de acuerdo a la clasificación de la anterior Ley de Reforma Agraria) prevalece en más de dos millones de unidades de producción, situación que incide severamente en la productividad agrícola del país tocando también los problemas centrales del México contemporáneo: la pobreza y la degradación ecológica, muy vinculados entre sí. Afecta la pobreza porque la ma-yor parte de los campesinos trabaja en minifundios, lo que impide capitalizar sus predios y generar excedentes suficientes para satisfacer las necesidades de sus familias y reinvertir productivamente. Se relaciona con la ecología, porque al no existir acceso a recursos (o tierras alternativas), la presión misma de la población sobre la tierra tiende a sobreexplotar suelos, pastos y mantos acuíferos, lo que degrada y empobrece los ecosistemas rurales, estableciéndose condiciones como las del dilema del prisionero o, en su versión más generalizada, la tragedia de las tierras comunes.5

El ascenso del minifundio fue, en cierta forma, interconstruido en el anterior proceso agrario de restitución-dotación y fue formando nuestra estructura bipolar. Hay que ver al minifundio mexicano no sólo como una estructura, sino como un proceso creciente y empobrecedor: es probable que esté aumentando en número y también que se esté haciendo más pequeño, sobre todo en las regiones más pobres del país.

En términos generales podríamos señalar seis medidas genéricas para conformar el programa masivo de combate al minifundio que proponemos:

Primera. Como prerrequisito, concluir el ordenamiento y la regularización, estado por estado, de los títulos de propiedad de los pequeños propietarios y avanzar aceleradamente en otorgar títulos parcelarios a los ejidatarios. Poner al día el catastro de la propiedad rural mexicana es el primer elemento de una política de combate al minifundio. Sólo así podemos facilitar permutas y establecer convenios de compra venta y/o arrendamiento.

Segunda. Declarar de interés público la preservación de la pequeña propiedad y que ésta no se subdivida en extensiones de minifundio (menores de cinco hectáreas, según vimos). Esto debe incorporarse al marco legal y quizá reglamentarse en atención a las especificidades de cada estado.

Tercera. Que ninguna operación de arriendo o compra-venta pueda, de facto, resultar en minifundio, bajo la pena de que ésta se declare inválida conforme a derecho. Asimismo, las ejecutorias de hipotecas y otras formas de traslado de dominio no podrán resultar en minifundios.

Cuarta. Que los estímulos crediticios y de otro tipo tiendan siempre a propiciar la consolidación de pequeñas propiedades mayores a las cinco hectáreas. Esto, obviamente, debe manejarse con cuidado y no convertirse en una política regresiva.

Quinta. Por la vía fiscal, favorecer y estimular las transacciones que tiendan a consolidar superficies con un mínimo de cinco hectáreas. Este estímulo se puede graduar atendiendo a las condiciones peculiares de cada estado; un ejemplo sería el no causar impuestos a las transacciones de compra y venta.

Sexta. Se deben establecer programas estatales y municipales —vinculados quizá a proyectos de Pronasol y de restauración ecológica— para ejecutar permutas y canjes de tierra, consolidando predios mayores al minifundio. Esto es particularmente importante porque se incentiva la convergencia funcional entre la tenencia ejidal y la privada, y va encaminado hacia la unimodalidad. No debe olvidarse que de 15 a 20% de los ejidatarios tienen también pequeñas propiedades de minifundio. De esta manera, vía permutas y canjes organizados en bancos de tierra y otros mecanismos, estaremos atendiendo simultáneamente varios objetivos a la vez.

Además de estas medidas genéricas de combate al minifundio ejidal, hay que mencionar otras que complementan las anteriores. Trascender la visión pegujalera del minifundio ejidal ha sido tradición de la política agraria desde Cárdenas a la fecha. En 1946 por primera vez se define al minifundio (entonces 10 hectáreas), y también por primera vez se abandona la idea de una disponibilidad inagotable de tierra en México; se definen también unidades mínimas de dotación, pero nunca se aplican por la propia presión demográfica, y se empezó a contravenir a la Ley dotando ejidos que generan minifundios. Ahora se hace indispensable consolidar ejidos como veremos adelante, pero sobre todo disminuir las unidades parcelarias en los ejidos compactando minifundios; los dos procesos son, desde luego, convergentes y se refuerzan mutuamente. Veamos para esto varias vías de combate al minifundio ejidal:

1. Alentar la fusión de parcelas completas al interior de un ejido. Esto es enteramente posible en el nuevo marco legal, pues el ejido puede aumentar su tamaño promedio, utilizando la figura de la compra-venta y otras formas de traslado oneroso de titularidad; puede tomar parcelas de minifundio en renta, principalmente si son contiguas, y así formar pequeñas unidades unifamiliares consolidándolas en una combinación renta-compra, o asimilar al ejido parcelas de minifundio privado que le sean contiguas, siempre y cuando no se generen con esto minifundios residuales.

2. El ejido puede asimilar parcelas de otros ejidos, si es que así lo aceptan los ejidatarios en asambleas, sólo si con ello se consolidan parcelas de mayor tamaño y no hay remanentes de minifundio. Con esto el número de parcelas por ejido tiende a disminuir.

3. En general, conviene la fusión completa de dos ejidos, siempre y cuando esto sea posible y aceptado en sus asambleas soberanas; así, se reducirán los costos de servicios y otras tareas toda vez que ahora la superestructura ejidal no será ya el objeto de la política de fomento ni el ámbito de las sociedades productivas básicas.

Estas medidas deben, sin embargo, reglamentarse de alguna manera; quizá en el ámbito de cada estado de la República para que no generen acaparamiento de tierras más allá de las superficies deseables o conflictos y abusos al interior de los propios ejidos.

La liberalización y flexibilización del crédito debería también estimular en el ámbito ejidal la compactación de minifundios en pequeñas unidades productivas.

Que todas las operaciones ahora permitidas de compra-venta y arriendo al interior de los ejidos no sean válidas cuando la operación de fraccionamiento resulte en una propiedad menor a cinco hectáreas para evitar la creación de más minifundios. Asimismo, los estímulos fiscales señalados para estimar el combate al minifundio de la pequeña propiedad son aplicables en el caso del ejido.

Así pues, ya no más el modelo del ejido inmutable, rígido y estatizado, pero tampoco el campesino atomizado en sus parcelas de minifundio, sin mecanismos para la acción colectiva y la solidaridad que le otorgan sus ejidos.

También es importante visualizar el combate al minifundio en su dimensión ecológica, pues es indispensable conservar, a largo plazo, los recursos naturales y la fertilidad de los suelos: su sobrexplotación y abandono compromete de modo irreversible el capital básico que da sustento a nuestra agricultura. Las condiciones del minifundio exacerban la sobrexplotación de los recursos del suelo, generando su erosión, abatimiento de acuíferos y un círculo vicioso de desgaste ecológico que termina por hacer absolutamente inviable la tierra como recurso productivo.

Se debe pues incorporar en la Ley el declarar como interés general la rehabilitación y mantenimiento de los suelos y otros recursos naturales, sobre todo de agua y bosque.

Tercer frente estratégico: alentar el surgimiento de un nuevo ejido

Este tercer frente de la estrategia unimodal es quizá el más importante porque recoge a los anteriores e intenta reivindicar plenamente la figura del ejido, conservándola y reforzándola, en un marco mucho más fluido, recuperando la iniciativa de los campesinos en las estrategias del desarrollo rural mexicano.

¿Qué es el nuevo ejido? ¿En qué se diferencia del viejo? Fundamentalmente, que ya no es un núcleo vital la superestructura del Comisariado Ejidal, sino las pequeñas empresas o unidades de producción (a partir de las parcelas de producción unifamiliares) que en su seno se formen. Estas tomarán las decisiones básicas de qué, cómo y cuánto producir; ahí se asumen los riesgos y se hace la contabilidad y el cálculo empresarial. Ese es el cambio central. En el nuevo ejido la asamblea de ejidatarios seguirá teniendo funciones importantes para preservar los bienes comunes y otras tareas solidarias y de servicios, pero no debe tener la capacidad de decidir en materias vinculadas a la producción misma.

Este nuevo ejido deberá también volver a la idea original y ser el "ejido de los pueblos" que describía lúcidamente Luis Winstano Orozco. Esta es una de sus ideas originales más poderosas: identificar a los ejidatarios con su comunidad original, sin hacerlos antagonizar con ella por recursos, manejo de bienes o asuntos políticos; el ejido debe ser parte integral de las comunidades naturales y no una forma superpuesta y rígida frente a las mismas.

Esta figura del nuevo ejido es central para la estrategia unimodal que postulamos, porque los ejidos constituyen ya más de la mitad de la tierra agrícola de México. Hay 28 000 núcleos de población ejidal que ocupan 105 millones de hectáreas y cuentan ya con 3.2 millones de jefes de familia. Esta situación plantea dos problemas graves: primero, que sólo una cuarta parte de la tierra es realmente agrícola; más del 80% de ella está sujeta a la incertidumbre y vicisitudes del temporal de lluvias; casi dos terceras partes es tierra ejidal de agostadero y monte de poca utilidad, incluso para la ganadería moderna y, segundo, la enorme magnitud del minifundio ejidal. Si bien el promedio de tierra agrícola por ejidatario es de 7.6 hectáreas, a primera vista todavía suficiente, en realidad más de un millón de productores posee menos de una hectárea. Podemos afirmar, extrapolando cifras de 1980, que por lo menos 70% son minifundios de entre una y cinco hectáreas.

El ejido renovado debe flexibilizarse y democratizarse para permitir que fluya la energía creativa de los campesinos a partir de sus parcelas de producción familiar. No es fácil darle concreción a estos postulados, y tal vez ni siquiera deseable, porque toca a los mismos campesinos, con más autonomía, poder modelar sus propias instituciones a partir de un marco normativo general y simplificado. Sin embargo, el Estado debe salvaguardar sus derechos esenciales, fomentar su avance económico, tecnológico y organizacional. Debe evitar el acaparamiento de grandes extensiones buscando la equidad. Hay que fomentar la democracia integral de los ejidos, pero para hacerlos más productivos y atacar el desequilibrio del suelo mexicano en concordancia con nuestro mosaico regional de recursos, geografía y tradiciones indígenas y campesinas. Al tener las parcelas de producción unifamiliar plena autonomía y responsabilidad productiva y concentrar el núcleo organizativo empresarial de la agricultura mexicana, el ejido se autogobierna desde abajo a partir de sus propios campesinos, con lo que su superestructura pasaría a ser sólo la expresión de la asamblea de socios, una instancia de defensa y protección de su patrimonio, servicios, solidaridad, capacitación y conservación ecológica, pero sin mando respecto a qué producir.

El nuevo ejido, como núcleo de acción solidaria de los campesinos debe velar, sobre todo, por conservar e incrementar el patrimonio ejidal; puede recibir apoyos y canalizar propuestas para construir solidariamente caminos, escuelas, infraestructura productiva hidráulica; desarrollar tareas de conservación y restauración de suelos para reforestar y también para actos de protección civil; asimismo, puede impulsar programas nutricionales educativos y de bienestar social para la mujer campesina. Mucho de esto se desarrolla actualmente con los programas de Pronasol, activando la tradición mexicana de cooperación solidaria como el tequio. Sin embargo, no deberán suplantar las funciones y atribuciones de las autoridades municipales como a veces sucede; el ejido no deberá ser un canal autónomo ni mucho menos paralelo al del municipio en su expresión política.

Como unidad de programación microrregional, el nuevo ejido será objeto —sólo a partir de las pequeñas parcelas unifamiliares y de las organizaciones que formen— de las políticas generales de fomento productivo, de organización, distribución de insumos, tecnología y restauración ecológica de los tres niveles de gobierno.

Como unidad para la capacitación, fomentará programas de capacitación campesina que, vinculados a los del sector educativo para los municipios rurales, deberán ser fuertemente apoyados por el gobierno, pues la educación y la organización —junto a la investigación y extensión— son una de las mayores debilidades estructurales del México rural.

Como unidad de servicios para el acopio y la comercialización, podrá avanzar hacia una figura casi de cooperativa y manejar con los titulares de las parcelas o unidades de producción unifamiliar a sus socios, el acopio de insumos, semillas y fertilizantes; dar servicios remunerados como maquilas y operaciones poscosecha; ello también puede ofrecerse como servicio a campesinos de parcelas privadas fuera del ejido. Desde luego se pueden contratar jornaleros y campesinos avecindados para estas tareas.

Por eso, los socios básicos son los ejidatarios del núcleo original de dotación y otros que se asimilen bajo las nuevas figuras legales; tendrán voz, voto y plenos poderes para representar y ser representados. Pero también se puede crear la categoría de asociados al ejido con campesinos que en forma temporal trabajen para ellos mismos, ya sea en las tareas parcelarias meramente agrícolas o en funciones de servicio y comercialización del ejido en su conjunto. Asimismo, los arrendatarios de parcelas tendrán voz y voto restringidos, ya que no ejercen la copropiedad ni el manejo de fondos comunes. Los jornaleros asalariados que trabajen las tierras del ejido deben ser protegidos por la legislación laboral federal, leyes y códigos vigentes.

El ejido reformado puede y debe ser el núcleo que desate la estrategia unimodal que combata al minifundio y sirva para conciliar, hasta donde sea posible, los objetivos de eficacia productiva y equidad que reclama el México rural.


Cassio Luiselli Fernández, doctor en economía agrícola, fue Coordinador Ejecutivo del Sistema Alimentario Mexicano de 1979 a 1982. Actualmente es embajador de México en Sudáfrica.

* Ponencia presentada en el Foro sobre la reforma del sector agropecuario. Campeche, febrero de 1992.

1 H. Binswagner y M. Elgin, "Reflections on land reform and farm size" en Agricultural development in the third world, editado por Carl Eicher y John Staaz, John Hopkins University Press, 1990.

2 Y. Hayami y V. Ruttan, Agricultural development: an international perspective, John Hopkins University Press, Baltimore, 1985. (Existe versión en español en el Fondo de Cultura Económica).

3 Y. Hayami, Ma. Agnes R. Quisumbing y Lourdes S. Adriano, Toward an alternative land reform paradigm, Ateneo de Manila, University Press, Manila, 1990.

4 Nicholas W. Minot, Contract farmer and its effect on small farmers in less developed countries, Universidad estatal de Michigan (mimeo), East Landip, 1986.

5 Garret Hardin, "The tragedy of the commons", Science, núm. 162, 1968.