La reforma al Artículo 27 constitucional*

Arturo Warman Gryj

En los orígenes de la reforma al Artículo 27, uno de los medulares de nuestra Constitución, podemos reconocer tres procesos: un diagnóstico de la situación en el campo mexicano, un diálogo con los grupos y organizaciones involucrados y un debate público en los medios de información, así como en los procedimientos legislativos requeridos para una reforma constitucional. Esos procesos, que hoy parecen olvidados, no son remotos: sucedieron apenas tres años atrás. La evidencia documental está al alcance de la mano. No podemos omitir estos antecedentes sin pecar de profunda ignorancia o indiferencia, de amnesia inexplicable. Para no caer en esas desmemorias pasemos revista a los procesos públicos que explican el origen de la reforma.

Por lo que se refiere al diagnóstico, que se construyó de manera pública y plural en un largo proceso de reflexión y debate, destaco los siguientes puntos: en el campo vive y trabaja la cuarta parte de los mexicanos, pero el valor de lo que ellos producen es apenas la treceava parte del producto nacional. La combinación se resuelve como pobreza, estancamiento y deterioro. El campo está pobre en términos absolutos y también cuando se le compara con otros sectores de la actividad económica. Casi las tres cuartas partes de los mexicanos en pobreza extrema —que se define por la satisfacción inadecuada de los requerimientos nutricionales y nada más— viven y trabajan en el campo. Esta situación no es nueva. El crecimiento de la producción agropecuaria a partir de 1970 ha sido inferior al incremento demográfico nacional y también al incremento de la población rural. Desde entonces el sector rural se empobrece gradual y continuamente, se separa de otros sectores y actividades, se debilita. El campo está diferenciado internamente con mayor agudeza que otros sectores y que el conjunto de la sociedad. El efecto de la prolongada crisis se acumula sobre los campesinos pobres, la gran mayoría del sector rural. Muchos de ellos son indígenas, los pobres entre los pobres. El combate a la pobreza y deterioro rural son la principal motivación del cambio a la legislación, que es apenas uno de los componentes de la transformación integral que el campo exige.

El diagnóstico estableció y documentó que el ordenamiento jurídico previo se cumplía de manera limitada y distorsionada, que muchas de las iniciativas y reacciones de los campesinos y productores rurales quedaban al margen de la ley. Destaca el mandamiento para repartir la tierra ilimitadamente que no podía cumplirse pero que generaba incertidumbre y amenaza sobre los poseedores, fueran ejidatarios o propietarios. La tierra ejidal se vendía, rentaba y traspasaba al margen de la ley y en perjuicio de los ejidatarios. La incertidumbre agraria, acentuada por la intervención discrecional de autoridades administrativas, incidía en la inversión, la frenaba y elevaba sus riesgos. La inversión privada se volvió escasa y especulativa para recuperar casi de inmediato. Surgió la llamada agricultura minera que extraía y depredaba los recursos de la tierra con urgencia y violencia, como si fuera una veta mineral. La inversión pública era, es y será insuficiente para cargar sola con el peso del desarrollo del sector agropecuario. El campo se descapitalizó, se agotaron recursos no renovables y se erosionaron tierras y aguas. El "capital" de la naturaleza se dilapidó en la incertidumbre, la irresponsabilidad, el anonimato y la impunidad.

La organización de los campesinos ejidatarios, sometida por la ley a autoridades administrativas, perdió iniciativa, fuerza y autonomía. La relación entre los campesinos y el Estado se volvió clientelar y populista. Sus intermediarios lucraron y se apoderaron de la representatividad y poder político en su beneficio particular. La participación política del campo descendía en proporción y calidad hasta quedar como un apéndice de otros intereses y sectores. La exclusión, silencio e indiferencia cercaban al campo, lo relegaban en la agenda nacional.

El propósito eminente de la política agropecuaria, la autosuficiencia, se perdió desde 1970. Los sistemas públicos de apoyo al campo favorecieron la concentración económica y geográfica. Las burocracias crecieron pero no la atención ni los servicios. Los precios de garantía, el apoyo más cuantioso, que recibían muy pocos productores, acabó por elevar el precio de los alimentos para los residentes y trabajadores rurales más pobres que no tenían acceso a los sub-sidios urbanos. El crédito y el seguro altamente concentrados, no promovían la producción, la simulaban. El campo fue más un pretexto que un propósito. Todos participamos en ese encubrimiento.

Así era el paraíso perdido al que nos proponen regresar. Todo eso sucedió bajo la ley que sirve de pretexto a la nostalgia y añoranza. Esa ley, en sí misma, fue buena en su momento, pero se había vuelto extemporánea, sobrevivió a su tiempo y circunstancia. Debió haber cambiado antes. No sucedió por muchas y complejas razones, con frecuencia ajenas a la demanda y la aspiración campesina.

El diagnóstico, ampliamente compartido, concluía que los parches y remiendos ya no alcanzaban para cubrir las desgarraduras. Era indispensable un cambio profundo y radical. Ese es el origen de la reforma al Artículo 27.

Las organizaciones rurales y las de la sociedad habían expresado ampliamente sus demandas y propuestas en todos los foros, en todos los espacios y oportunidades. Estos reclamos sólo podían atenderse verdaderamente con cambios y transformaciones. Cada organización, cada sector, cada región exigía las modificaciones derivadas de su experiencia y perspectiva. La demanda de cambio se expresaba en lo particular y lo preciso; a veces las exigencias resultaban contradictorias. La atención a los reclamos concretos constituye una fase de la amplia consulta que sustentó la iniciativa de reforma del Titular del Poder Ejecutivo. Un diálogo amplio, franco y permanente se estableció entre el Presidente de la República y las organizaciones rurales. En giras, encuentros y reuniones frecuentes se comentaron una y otra vez problemas y propuestas. Muchos funcionarios se sumaron al diálogo y ampliaron la acción y presencia del Presidente de la República.

El reclamo de cambio profundo era general, abrumador, insoslayable. La propuesta surgida de esa consulta permanente fue organizada y sintetizada por el Poder Ejecutivo, que sopesó y equilibró demandas distintas o encontradas y las integró con el diagnóstico. Ninguna de las posiciones particulares encontró respuesta plena a todos sus reclamos pero todas encontraron satisfacción para sus demandas legítimas. Bajo el manto del llamado "nuevo movimiento campesino" y del Congreso Agrario Permanente, los campesinos y ejidatarios tuvieron un papel protagónico en esa consulta, fueron parte fundamental de la construcción de la propuesta. Esta, dentro de dos criterios fundamentales: libertad y justicia, se propone responder al interés general del campo y de sus mayorías para solucionar problemas y demandas emanadas del diagnóstico y la consulta. La iniciativa de reforma es una propuesta de Estado, sin exclusiones, de equilibrio y desarrollo, de proceso.

La propuesta, a través de documentos preliminares, fue sometida a consulta con dirigentes y especialistas, con funcionarios y juristas, con inversionistas y luchadores sociales, con las voces representativas y autorizadas en el desarrollo del campo mexicano. Esta es la consulta que puede llevar a cabo el Poder Ejecutivo en cumplimiento de la ley. Se realizó a cabalidad. Quienes hoy afirman no haber sido consultados se equivocan o están reclamando un procedimiento inexistente en nuestro marco jurídico: están pidiendo un referéndum o un plebiscito, están hablando de otro país. Peor todavía, hay quienes suponen que como no dieron su voto particular favorable, la reforma no los obliga al cumplimiento de la ley. Se exceden, se justifican en la "democracia" concebida como traje a la medida para sus intereses par-ticulares.

La iniciativa presidencial con una amplia exposición de motivos fue sometida al Constituyente Permanente, esto es al Congreso de la Unión y a las legislaturas locales de todas las entidades de la Federación. En ese espacio plural y representativo, que pese a todas las imperfecciones que queramos achacarle es el único legítimo, se debatió y modificó la iniciativa presidencial para la reforma al Artículo 27. En todas las instancias, la versión modificada de la iniciativa presidencial se aprobó con el voto plural de más de dos partidos políticos. También hubo oposición: la más alta se registró en la Cámara de Diputados con 24 votos en contra de los 373 que se emitieron, el 6.5% del total.

Con este recordatorio del origen y el procedimiento de la reforma al Artículo 27 constitucional se debe analizar su contenido. Lo intento en el orden en que aparecen las críticas más frecuentes:

El Artículo 27 constitucional terminó con el reparto agrario, esto es, con la obligación ilimitada del Estado de "dotar con tierras y aguas suficientes... conforme a las necesidades de su población sin que en ningún caso deje de concedérseles la extensión que necesiten..." (texto del Artículo 27 constitucional antes de la reforma de 1992). Para explicar esta medida hay que recor-dar que desde 1917 se dotó a 30 mil ejidos y comunidades con un poco más de 100 millones de hectáreas que representan más de la mitad del territorio nacional. 3.5 millones de ejidatarios y comuneros fueron dotados o reconocidos. La letra y el espíritu de este ordenamiento se cumplió mientras hubo posibilidad. Incluso se cometieron excesos al dotar tierras sin uso económico y hasta su-perficies inexistentes en la rígida realidad física. Los ejidatarios y sus familias, 15 millones de mexicanos, son más numerosos que la población total del país cuando se inició el reparto. Hay que decirlo con claridad: la obligación del Estado de dotar con 10 hectáreas de tierra a cada solicitante era imposible de cumplir de manera continua y permanente, sobre todo frente a una población que creció casi seis veces desde el inicio del reparto agrario.

El mismo Artículo 27 que ordenaba el reparto mandaba respeto a la pequeña propiedad. Contradicción irresoluble que mermaba la fortaleza del Estado y sembraba incertidumbre e intranquilidad en el campo mexicano. La promesa de un reparto infinito para una población creciente frente a un territorio limitado ya no cumplía con los propósitos que en su momento acordaron los Constituyentes en 1917. El reparto había dejado de cumplir su función redistributiva de la riqueza nacional. A partir del censo agropecuario de 1940 la concentración de la tierra aprovechada, lo mismo ejidal que particular, no muestra variaciones significativas pese al reparto más grande de la historia entre 1964 y 1970. El número de solicitudes por tierra que no pudieron resolverse por la carencia de superficies afectables ya era más elevado que el número de demandas atendidas. El reparto permanente despertaba expectativas e ilusiones que se convirtieron en desaliento y frustración. También alentaba falsas representaciones y estructuras mediadoras que lucraban con el conflicto y la intranquilidad. No se repartía riqueza y oportunidad, se extendía y prolongaba pobreza, restricción e incertidumbre. El reparto más significativo en los últimos veinte años lo hicieron los propios campesinos entre ellos mismos al absorber a medio millón de nuevos ejidatarios, sus hijos, en la superficie ya dotada. Ese milagro se realizó, por cierto, al margen de la ley. La continuidad del reparto por la acción estatal era imposible, mantenerla o proponerla sería demagógico. El reparto infinito tiene muchas caras obscuras: la frustración, la gestión lucrativa y la administración autoritaria, discrecional y a veces corrupta, la amenaza y el conflicto permanente para ejidatarios y propietarios, la inseguridad. Ocultar estos costos es irresponsable y contribuye a mantener el conflicto agrario, la lucha interna entre los propios campesinos, como un rasgo permanente de la vida rural.

La terminación ineludible del reparto agrario no nos libra de preguntarnos por el destino de los campesinos sin tierra. Para intentar una respuesta es indispensable definir de qué estamos hablando. Conforme al censo de población de 1990, 5.3 millones de mexicanos encuentran ocupación en el sector primario, esto es en el trabajo de la tierra. Conforme al censo agropecuario de 1991 existen 4.28 millones de unidades de producción rural. Haciendo una comparación simple (una más compleja no cambia significativamente los resultados) un millón de trabajadores rurales carece de título o derecho propio sobre la tierra, aunque muchos de ellos accedan a ella por relaciones familiares o mercantiles. Representan el 19% del total de los trabajadores en el sector primario. Cuatro de cada cinco mexicanos que trabajan la tierra lo hacen en tierra propia. Conviene señalar que esta proporción es muy alta en términos internacionales. Los trabaja-dores rurales sin tierra son, en casi todas partes, más numerosos.

Conforme al ordenamiento previo ese millón de mexicanos tenían sus "derechos a salvo" para recibir la tierra y nada más, sin esperanza para ejercerlos. Se mantenía una dolorosa ficción, un engaño. Con las reformas al Artículo 27 esos trabajadores rurales son reconocidos como avecindados con derechos de propiedad sobre el solar que ocupan y también con derechos para participar a través de la junta de vecinos en las decisiones que se refieren a su lugar de residencia. De manera igualmente importante, estos trabajadores rurales pueden acceder legalmente, por cesión de derechos o reconocimiento por parte de la asamblea, a las tierras del ejido. Anteriormente esta posibilidad dependía de una poca frecuente y a veces retorcida decisión administrativa. La posibilidad de convertirse en ejidatarios con el nuevo ordenamiento deriva del trato directo y de la relación entre vecinos y parientes. El arrendamiento y la aparcería que dan acceso a la tierra, antes prohibidos, son ahora legales. En términos estrictos los campesinos sin tierra tienen hoy más derechos y oportunidades que los que tenían antes. No son suficientes y están distantes de sus y nuestras aspiraciones. Por eso y sobre todo, con la reforma al Artículo 27 se pretende restablecer y recuperar el crecimiento y el desarrollo rural, esto es generar fuentes de trabajo en las actividades agropecuarias y en las comunidades rurales. En esta perspectiva se fincan esperanzas y oportunidades que se habían agotado en el paraíso perdido de la crisis del sector agropecuario y del deterioro de la vida rural.

El reparto agrario mexicano fue profundo y prolongado. Terminó con el latifundio de las haciendas como la forma de propiedad dominante en el México rural. Quedan excepciones aisladas: grandes propiedades que rebasan los límites establecidos por la ley de manera franca o simulada, que evitaron el reparto o se conformaron después de su realización. Hay que ser claros: son pocos casos. Eso no los hace impunes. Por eso el Artículo 27 reformado prohíbe clara y explícitamente el latifundio y obliga a su fraccionamiento y enajenación. En la legislación previa el latifundio no estaba prohibido pero quedaba sujeto a afectación por demanda o denuncia de los campesinos. Sin ellas el latifundio era legal. No lo es más y su existencia se debe combatir. El fraccionamiento de los latifundios tendrá un efecto poco trascendente para la redistribución territorial. Quien afirme lo contrario engaña. El principal efecto del fraccionamiento de los latifundios es el de justicia al someter a la ley a los grandes propietarios que la violen, al desterrar la impunidad. El efecto de justicia es, desde mi punto de vista, más importante que el distributivo y corresponde a la exigencia de legalidad y transparencia que emana desde todos los rincones del México rural.

Tanto en el ejido y la comunidad como en la pequeña propiedad existe el minifundio, es abrumador. Constituye una respuesta a condiciones restrictivas y falta de oportunidades reales, pero también es una limitación para el desarrollo y el bienestar del campo y sus trabajadores. Es una contradicción con la que tendremos que vivir por un tiempo prolongado pero que al mismo tiempo debemos superar. Es inútil e ingenuo tratar de medir el minifundio en términos de hectáreas. El minifundio se define porque la producción de la tierra no alcanza para sustentar a sus poseedores. El minifundio sólo se supera por la ampliación de la superficie o por el incremento de la productividad.

Conforme a la legislación anterior el minifundio ejidal no podía solucionarse. Si un ejidatario abandonaba su tierra, acaso porque era insuficiente, ésta debía ser entregada a otro derechoso. Las estrechas fronteras de las dotaciones ejidales se convertían en datos permanentes, en barreras infranqueables. Se hicieron esfuerzos de compactación que requirieron de complejas soluciones legales y acuerdos o resoluciones presidenciales. No fueron muchas ni muy exitosas. El nuevo ordenamiento permite la fácil y expedita compactación de la tierra conforme a la voluntad de los ejidatarios y sus asambleas. No la obliga ni la impone por razones técnicas o tecnocráticas, la hace posible y la promueve a través de la asociación y la translación de derechos. Rompe el muro jurídico del minifundio ejidal y abre la posibilidad de su superación estructural conforme se modifiquen las condiciones y la regule la voluntad de los ejidatarios.

Los sujetos más importantes de la reforma jurídica son los 4.3 millones de productores rurales que surgieron de la gran reforma agraria mexicana del siglo XX. En todos privaba la inseguridad, la ambigüedad y la precariedad. El ejido era propiedad de la nación y los ejidatarios sus usufructuarios. El ejido y la comunidad se elevaron como formas de propiedad con la reforma del Artículo 27; son de los ejidatarios y comuneros como modalidades de la propiedad social.

El ejidatario, en lo particular, tenía una posesión precaria y vulnerable sobre su parcela. Podía ser privado de la misma por rentar o no trabajarla directamente, por dejarla ociosa por dos años y también por intereses y hasta caprichos del Comisariado Ejidal o de funcionarios administrativos. La precariedad tenía un reflejo económico y productivo. El ejidatario parcelero no invertía mucho en el mejoramiento de su tierra; incluso sucedía que las tierras mejor cuidadas se volvían más codiciadas e inseguras. Con la reforma al 27 y la certificación de los derechos ejidales los ejidatarios tendrán certeza sobre su parcela y estímulo para mejorarla. Cierto que la mayoría de los ejidatarios no tienen ahorros para mejorar su parcela pero tienen tiempo y capacidad de trabajo, que es una forma del ahorro, que podrán aplicar a lo que nadie podrá arrebatarles.

Antes, el arrendamiento de la tierra, muchas veces forzado por restricciones y hasta por decisiones institucionales, podía privar al ejidatario de su derecho sobre la misma. La tierra se rentaba de todas maneras pero en condición injusta: el arrendador quedaba impune y el castigo caía sobre el ejidatario arrendatario. El clandestinaje y la ilegalidad afectaban el precio de la renta, lo abatía. Ahora el ejidatario puede rentar, trabajar en mediería o aparcería, antes prohibidas, o asociarse en cualquier otra forma que convenga a sus intereses con la protección de la ley. También puede ceder su derecho o adquirir el de otro ejidatario sin rebasar los límites establecidos por la ley: el 5% de la superficie del ejido sin superar los límites de la pequeña propiedad.

Las prácticas de los ejidatarios, sus iniciativas y reacciones frente a la restricción, sus formas de asociación para compartir recursos y riesgos, la concreción de la imaginación y el conocimiento campesino, su libertad antes restringida, se reconoce y goza del amparo legal. El derecho del ejidatario a la parcela se puede ahora incorporar como activo, como capital, para su propio desarrollo con la protección de la ley. Herejía para muchos analistas que siguen viendo al ejido desde la perspectiva de servir a los intereses de otros grupos a costa de los propios. Más de un millón de ejidatarios de 10 mil ejidos, de manera voluntaria y por decisión de su asamblea se incorporaron al Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (Procede), en el primer año de su operación, para definir y consagrar documentalmente sus derechos ejidales y parcelarios. Este es un dato objetivo sobre la reacción de los ejidatarios del país frente a la reforma al 27 constitucional.

La incertidumbre también afectaba a los pequeños propietarios. De ellos se habla muy poco. Somos herederos de un fardo ideológico que condena de origen al propietario rural, olvidando que cuatro quintas partes de los pequeños propietarios comparte condiciones objetivas de pobreza y restricciones con los ejidatarios. La condena se vuelve más violenta cuando se refiere al empresario rural. La carga ideológica que premiaba al empresario industrial con los adjetivos de nacionalista y progresista, calificaba al empresario rural como conservador y reaccionario. La propiedad privada y regulada de la tierra es legítima, legal y necesaria para lograr un desarrollo rural plural y compartido, equitativo y justo. Así lo consagraron los Constituyentes y su mandato nunca fue revocado. Los propietarios rurales quedan ahora liberados del enfrentamiento corporativo con los ejidatarios, de la amenaza de afectación o de invasión y pueden asociarse libremente entre sí y con los ejidatarios en condiciones transparentes y de equidad. Deben y tienen que asumir la función social que esquivaron hasta ahora. Otra vez una herejía para los portadores del sacrosanto fardo ideológico de un pasado que nunca fue realidad.

Los límites constitucionales para la propiedad privada no fueron modificados por la reforma al Artículo 27 de 1992 y permanecen en los mismos términos establecidos desde 1947. Esos límites son obviamente convencionales; también son en cierta medida confusos ya que vinculan aprovechamiento con superficie, por lo que al cambiar el uso surgen indefiniciones y disputas. Son el resultado de un pacto social en un momento preciso de la historia. Pero en casi medio siglo de vigencia han generado derechos y costumbres, hábitos y procedimientos que mantienen su vigencia. El viejo pacto está ratificado por su aplicación reiterada. Por eso su permanencia. También porque la reforma no pretende propiciar ni permitir la gran propiedad individual sobre la tierra. Su efecto, poco probable en la economía de nuestro tiempo, permanece vivo en la memoria de los campesinos, fue la causa de su lucha y su victoria. Esa memoria, ese principio, merecen respeto y fidelidad. La reforma los reitera.

En el último medio siglo las actividades agropecuarias, sobre todo la agricultura, se transformaron técnicamente a ritmo vertiginoso, acaso más rápidamente que en toda su historia milenaria. Lo que en el siglo pasado se obtenía en cinco hectáreas ahora se puede producir en una o menos. El cambio técnico modificó la economía de la producción agraria, la composición del capital. El peso específico de la tierra y su costo descendió frente a la necesidad de incorporar otros insumos: maquinaria, agroquímicos, semillas mejoradas, crédito y costos financieros. En los cultivos más intensos, el valor total de la tierra, su precio en el mercado, es inferior a los otros costos que se requieren para lograr la cosecha de un producto de ciclo corto. También se modificó el peso específico del trabajo y su especialización entre los componentes y costos de producción. La producción de una tonelada de cereales, que antes requería de varias jornadas, hoy necesita en promedio de unas pocas horas. Las escalas de la producción agropecuaria se modificaron. La más grande de las propiedades puede resultar insuficiente para sustentar una empresa forestal de nuestros días, al mismo tiempo que la propiedad pequeña puede ser muy grande para algunos cultivos especialmente intensos y altamente especializados, como los hongos por ejemplo. Para conjuntar y armonizar los factores cada vez más complejos para la producción y comercialización agropecuaria surgieron nuevas formas de organización: empresas, cooperativas, asociaciones, la agricultura por contrato, las bolsas de productos agropecuarios y otras muchas, algunas todavía en proceso de formación.

La legislación previa a las reformas al Artículo 27 de 1992 surgió y estaba inscrita en una lógica en que la actividad y la empresa rural se concebían como individuales: al ejidatario se le exigía trabajar directamente en su parcela, el propietario no podía asociarse sin correr riesgo de afectación, el arrendamiento estaba prohibido para los ejidatarios aunque se permitía, por decreto presidencial, el ejido colectivo, que por sus propias rigideces y las de las instituciones nunca prosperó. El ajuste de la producción a las nuevas condiciones técnicas y organizativas enfrentaba barreras legales que se esquivaban por la actuación al margen de la ley o por la retorcida simulación de las figuras legales disponibles. Para cumplir en nuevas condiciones con los propósitos sociales del desarrollo equitativo, la nueva legislación permite y hace transparente todas las posibilidades de asociación que propicien una eficaz y justa conjunción de los factores de la producción, lo mismo para los ejidatarios que para los propietarios. Esa disposición provoca reacciones iracundas que emanan de conceptos y de una lógica superada, que contienen de manera implícita prejuicios que suponen la inferioridad de los campesinos y la necesidad de su tutela. La concepción de la nueva ley protege derechos, en especial los de las mayorías, pero reconoce lo obvio, lo que la historia ya ha mostrado, la capacidad y ciudadanía de los campesinos que son responsables de sus decisiones. Rechaza la tutela, el paternalismo y otros conceptos que transfieren y someten la voluntad de los campesinos a instancias corporativas y burocráticas. Propone la corresponsabilidad, la concertación, la participación y el acuerdo.

La propiedad de la tierra por sociedades mercantiles dedicadas a la producción agropecuaria estaba prohibida antes de 1992. Esa disposición tenía una explicación histórica. Se adoptó en el siglo pasado con el propósito de prevenir que las corporaciones propietarias de los "bienes de manos muertas", la Iglesia en concreto, pudiera adoptar la figura de la sociedad mercantil para preservar sus vastos latifundios. Se refrendó en este siglo para evitar que los grandes latifundios de las haciendas particulares pudieran encubrirse bajo el manto de sociedades mercantiles para sustraerse del reparto agrario. Las propiedades de la Iglesia y de los hacendados ya fueron disueltas, son una memoria no una realidad. La desamortización y el reparto son procesos históricos cumplidos. También cambiaron las condiciones que propiciaban la acumulación de la riqueza como propiedad agraria aunque fuera improductiva. La simple propiedad de la tierra rústica ya no es negocio ni sustento de oligarquías con poder y hegemonía política. La estructura de la tenencia de la tierra ya no es latifundista. La propiedad regulada de la tierra para las sociedades mercantiles ya no contiene los riesgos que determinaron su prohibición. La imposibilidad de conformar sociedades con personalidad jurídica y patrimonio ahora se vuelve restrictiva y da lugar a simulaciones y arreglos al margen de la ley para ajustarse a las condiciones actuales de la producción comercial agropecuaria. La sociedad mercantil, en sus diversas modalidades, es la organización económica más frecuente y flexible, está dotada con una legislación que la regula y permite la conjunción eficiente de las escalas y los factores de la producción. La reforma de 1992 reconoce este hecho y posibilita para los ejidatarios y propietarios la formación de sociedades mercantiles para la producción agropecuaria, las dedicadas a la comercialización y a la dotación de bienes y servicios nunca estuvieron prohibidas, para integrar con transparencia y eficacia los complejos procesos de la producción y mercadeo. Al mismo tiempo regula la propiedad de la tierra en las sociedades mercantiles para evitar que pudieran servir de encubrimiento a una acumulación poco probable pero presente como agravio en la memoria.

La reforma al Artículo 27 y su Ley Reglamentaria establecen normas y procedimientos que impiden que las sociedades se formen con propiedades superiores a los límites legales o que la propiedad de las acciones se acumule en una persona. Las sociedades deberán tener cuando menos tantos socios como veces superen el límite de la pequeña propiedad, para garantizar que se constituyen sólo con propiedades legales. Adicionalmente se establece un límite absoluto para la propiedad de las sociedades de 25 veces la máxima extensión de la peque-ña propiedad individual, lo que exige como mínimo de 25 socios. La aportación de tierras a una sociedad mercantil se hace a través de acciones especiales, tipo "T", que deben registrarse en el Registro Agrario Nacional, que también anotará las transacciones que con ellas se realicen. Si algún individuo acumulara acciones tipo "T" hasta rebasar los límites que corresponden a la pequeña propiedad se aplicará el mismo procedimiento de fraccionamiento y enajenación que rige para los latifundios. Estos "candados" son muy poco conocidos o francamente omitidos por quienes sostienen que las sociedades mercantiles permitirán la acumulación de la propiedad agraria.

Hoy se maneja un argumento pueril y absurdo contra la propiedad de las sociedades mercantiles agropecuarias: se dice que 10 mil sociedades mercantiles podrían adueñarse de la totalidad del territorio nacional. Este número mágico se deriva de una operación simplista que divide la superficie total del país entre la máxima extensión posible para las sociedades mercantiles. Si se atendiera a lo que la Ley señala el número de sociedades sería considerablemente mayor y obviamente no cubriría la extensión total de nuestro país, pero el ejercicio sería todavía igualmente inútil, especulativo e irracional. Pero esta versión apocalíptica ignora la parte de la Ley que no se ajusta a su predicción catastrófica: la que establece que para conformar esas 10 o 50 mil sociedades tendrían que aportar su tierra y convertirse en accionistas los 4.3 millones de ejidatarios y propietarios rurales que existen en la actualidad, con lo que quedaríamos exactamente igual a como estamos. A veces da lástima tener que responder a argumentos de este tipo y calibre; todos deberíamos tener algo mejor y más útil que hacer.

Los argumentos en contra de la reforma se sintetizan en un concepto con una enorme carga ideológica: la intención "privatizadora" de la misma. Ese concepto nos introduce en una máquina del tiempo que sólo viaja al pasado, cuando lo privado era malo y lo colectivo bueno, lo particular era funesto y lo deseable era estatal, corporativo y burocrático, cuando lo social era inexistente. Muchos de los argumentos que sostienen la intención privatizadora tratan de sustentarse en la norma que establece la posibilidad de la adopción del dominio pleno para las parcelas ejidales. Esta posibilidad existe: la decide y la autoriza exclusivamente la asamblea de ejidatarios, nunca el parcelero en lo particular. Para autorizar la adopción del dominio pleno la asamblea ejidal tiene que cumplir con requisitos y procedimientos especiales: haber realizado previa y legalmente la delimitación y asignación de las parcelas individuales, contar con la asistencia de las tres cuartas partes de todos sus integrantes y el voto aprobatorio en la misma proporción, haber sido convocada con ese propósito con 30 días de anticipación y contar con la presencia de un fedatario público y de un representante de la Procuraduría Agraria para constatar que la decisión se tome libre y democráticamente. Esta posibilidad recoge experiencias del pasado y sobre todo adopta la perspectiva de que los ejidatarios son los dueños y los responsables por su tierra y por su destino, son libres.

La experiencia del pasado opera en dos direcciones. Por una parte recoge el dato de la propiedad privada de la tierra, sobre todo la minifundista, que permanece como tal pese a que no había restricciones legales para su venta. Hay cientos de miles de propiedades que ni se vendieron ni se acumularon en propiedades grandes; sus dueños las conservaron, las defendieron porque las necesitaban, las querían y respondían a su necesidad y voluntad. Por la otra parte, debe reconocerse también que las tierras ejidales, sobre todo las incorporadas al desarrollo urbano, cambiaron de dominio por una vía retorcida y complicada que les quitó a los ejidatarios una parte importante de los beneficios derivados del cambio de uso de la tierra. Fue frecuente que los ejidatarios vendieran la tierra o se "dejaran invadir" por colonos urbanos y especuladores a cambio de unos cuantos pesos, siempre mucho menos que el valor urbano de la tierra. Luego se expropiaba, otra vez a valores inferiores al nuevo precio de la tierra, y se "regularizaba" la propiedad urbana de la tierra. El "procedimiento" no sólo cobijaba violencia y liderazgos imbricados con intereses especulativos, también afectó severamente el desarrollo urbano que tenía que seguir los rumbos de los hechos consumados en tierras supuestamente al margen del mercado. El nuevo ordenamiento reconoce lo obvio: el proceso de urbanización y el derecho que tienen los ejidatarios para beneficiarse plenamente de la plusvalía derivada del cam-bio en el uso del suelo. Pero sobre todo reconoce lo que debería ser obvio: la capacidad de los ejidatarios para decidir libremente con madurez y responsabilidad.

La experiencia, todavía muy limitada, confirma los supuestos del nuevo ordenamiento. El cambio de dominio de parcelas ejidales en no más de 20 ejidos, se decidió para incorporarse con legalidad y ventajas al desarrollo urbano. También las sociedades mercantiles, menos de una decena, se constituyeron con el mismo propósito, y se conformaron inmobiliarias ejidales con cientos de socios, todos ejidatarios, para urbanizar la tierra y recibir el precio justo. No se ha dado el cambio de dominio en ejidos rurales. La "privatización" no está sucediendo. El ejido permanece con mejores condiciones y más alternativas. Así será mientras lo quieran los ejidatarios. La tierra es su conquista y patrimonio, la manejan con seriedad y responsabilidad. La comunidad agraria, a la espera de su reglamentación en términos de su vinculación con los pueblos indígenas, es inalienable.

El ejido está fortalecido porque el Artículo 27 reformado lo libera de su dependencia burocrática, le reintegra libertad e independencia a su representación, que ya no requiere de la sanción de ninguna autoridad, reconoce el poder de decisión de los ejidatarios. Antes, hasta la convocatoria a la reunión de la Asamblea sólo podía hacerla una autoridad administrativa. La autonomía del ejido respecto a las autoridades está fortaleciendo su vida democrática y el poder de su Asamblea. Decisiones que antes se tomaban desde fuera hoy corresponden a la asamblea de los ejidatarios. Se estudian, se debaten y se decide. Se revisan arreglos que los privaban de recursos y de tierra: los bancos de materiales para construcción, los arrendamientos encubiertos, las concesiones ilegales que nunca pasaron por la Asamblea. Se recuperan tierras y recursos, se establecen tratos justos y legales, se cambian a los representantes que no cumplieron con su función y la confianza que en ellos se depositó. Se reglamentan con libertad las normas democráticas para el control de la propiedad compartida. El ejido está recuperando su naturaleza de propiedad social a través de las decisiones democráticas que con el nuevo ordenamiento le corresponden.

La reforma al Artículo 27 tiene un contenido democrático que pocas veces se destaca o se omite por quienes quieren volver atrás. Rompe con la dependencia corporativa que se derivaba de la intervención de autoridades en las decisiones internas. Acota el poder presidencial al remitir a tribunales autónomos decisiones jurisdiccionales que habían sido conferidas al Ejecutivo Federal, considerado como la máxima autoridad agraria. En consecuencia restringe el poder de autoridades y burocracias y fortalece el de la sociedad, el de los ejidos y sus asambleas. La democracia dentro de los ejidos se vincula claramente a la norma y la cultura democrática plural que todos los mexicanos estamos impulsando, a la que aspiramos. En el ejido y la comunidad está el espacio para el ejercicio de una democracia directa y participativa, para la pluralidad y la tolerancia, para la conciliación y la convivencia civilizada, para sustentar desde abajo la democracia representativa.

Muchos de los efectos derivados de la reforma jurídica ya son evidentes. Avanzan con diverso ritmo, con frecuencia más lento que el que quisiéramos pero casi siempre tan rápido como es posible. La regularización de la propiedad social a través del Programa de Certificación de Derechos Ejidales ya ha incorporado al 35% de los ejidos del país. Lo hacen voluntariamente y tienen que aportar su propio esfuerzo y sobre todo, su voluntad y capacidad conciliatoria para resolver con justicia problemas y conflictos que a veces se prolongaron por varias generaciones. El Programa de Certificación actúa en todo el país. Tiene que mejorar su eficacia, su capacidad y velocidad para cumplir con una tarea sin precedente en el mundo. Los Tribunales Agrarios y la Procuraduría Agraria, las instituciones creadas por la reforma para resolver conflictos y controversias con independencia, justicia y apego a la legalidad, ya están presentes en todo el territorio. También tienen que elevar su eficiencia y capacidad. El rezago agrario, los expedientes inconclusos del prolongado proceso del reparto agrario, está prácticamente abatido y se superará en este mismo año. Quedan problemas y permanecen demandas y expectativas agrarias entre los campesinos. Sería ingenuo suponer lo contrario e irresponsable ocultarlo. Pero la semilla de una nueva cultura agraria, sustentada en la libertad y responsabilidad, en la certeza y transparencia en los derechos, en la autonomía y representatividad de los núcleos agrarios y organizaciones campesinas, en la pluralidad, tolerancia y conciliación, ya está arraigando, con orden está avanzando el proceso de transformación de las relaciones de tenencia y propiedad de la tierra.

Las asociaciones rurales con propósitos productivos se están desarrollando. Lo hacen en un contexto en que todavía priva la incertidumbre en los mercados internacionales y en el país no se superan las restricciones que afectan la rentabilidad del sector agropecuario. En esas condiciones es lento el flujo del capital hacia el sector. La inversión y el gasto público, que se han incrementado de manera constante en los últimos cinco años, no pueden por sí mismas revertir las tendencias. Sin embargo, los cambios en las formas y modalidades para brindar apoyos directos a los productores rurales a través del Procampo, para corregir las distorsiones y la concentración provocadas por la acción pública, abren nuevas perspectivas. La apertura comercial y los acuerdos de libre comercio diseñan nuevos rumbos y oportunidades para el desarrollo de actividades agropecuarias. Pese a las grandes dificultades momentáneas estamos en una mejor posición para recobrar crecimiento y desarrollo equitativo para el campo.

Persisten la pobreza y la desigualdad. No basta la voluntad para superarlas, hace falta trabajo y persistencia. Se trata de fenómenos complejos y ancestrales para los que no hay soluciones inmediatas. Pero cada día contamos con instrumentos más poderosos y eficaces para enfrentarlas. En los últimos cinco años acumulamos experiencias al respaldar la iniciativa y el compromiso de los campesinos para su propio desarrollo con el Programa Nacional de Solidaridad. No se trata de excepciones sino de una corriente poderosa, de una tendencia que nos permite plantearnos con realismo el triunfo sobre la pobreza extrema.

Las reformas jurídicas de 1992 no son perfectas. Son apenas el primer paso de un nuevo acuerdo nacional para romper con la exclusión y el deterioro en el campo mexicano. Son semillas de un proceso prolongado. Sin duda las leyes podrán perfeccionarse. Probablemente, a partir de la experiencia adqui-rida en los dos primeros años de vigencia, ya se estarán generando las propuestas que precisen y mejoren los procedimientos y su aplicación. Posiblemente ya existen iniciativas y ponencias que pudieran debatirse y precisarse para mejorar. Pero estamos entrando en un debate riesgoso en que lo que se propone es volver atrás, en que se rechazan los avances para volver a lo de antes, a lo que queremos superar. Este debate, a partir de un reclamo conservador y hasta retrógrado, que inventa un pasado imaginario, oculta los verdaderos retos y problemas que debemos enfrentar. Ojalá y estuviéramos discutiendo propuestas y posiciones para atender y superar problemas reales, tareas posibles y caminos verdaderos. 


* Este artículo fue originalmente publicado en La Jornada el 8 de abril de 1994.